Page 139 - Amor en tiempor de Colera
P. 139
Sin embargo, muy pronto iba a aprender que esa determinación excesiva no era
tanto el fruto del resentimiento como de la nostalgia. Después del viaje de luna de miel
había vuelto varias veces a Europa, a pesar de los diez días de mar, y siempre lo había
hecho con tiempo de sobra para ser feliz. Conocía el mundo, había aprendido a vivir y a
pensar de otro modo, pero nunca había vuelto a San Juan de la Ciénaga después del
frustrado vuelo en globo. El regreso a la provincia de la prima Hildebranda tenía para ella
algo de redención, así fuera tardía. No lo pensó a propósito de su desastre matrimonial:
venía de mucho antes. Así que la sola idea de rescatar sus querencias de adolescente la
consolaba de su desdicha.
Cuando desembarcó con la ahijada en San Juan de la Ciénaga, apeló a las grandes
reservas de su carácter y reconoció la ciudad contra todas las advertencias. El jefe civil y
militar de la plaza, al cual iba recomendada, la invitó en la victoria oficial mientras salía
el tren para San Pedro Alejandrino, adonde quiso ir para comprobar lo que le habían
dicho, que la cama en que murió El Libertador era tan pequeña como la de un niño.
Entonces Fermina Daza volvió a ver su pueblo grande en el marasmo de las dos de la
tarde. Volvió a ver las calles que más bien parecían playones con charcos cubiertos de
verdín, y volvió a ver las mansiones de los portugueses con sus escudos heráldicos
tallados en el pórtico y celosías de bronce en las ventanas, en cuyos salones umbríos se
repetían sin compasión los mismos ejercicios de piano, titubeantes y tristes, que su
madre recién casada les había enseñado a las niñas de las casas ricas. Vio la plaza
desierta sin un árbol en las brasas de caliche, la hilera de coches de capotas fúnebres con
los caballos dormidos de pie, el tren amarillo de San Pedro Alejandrino, y en la esquina
de la iglesia mayor vio la casa más grande, la más bella, con un corredor de arcadas de
piedra verdecida y un portón de monasterio, y la ventana del dormitorio donde iba a
nacer Álvaro muchos años después, cuando ya ella no tuviera memoria para recordarlo.
Pensó en la tía Escolástica, a quien seguía buscando sin esperanzas por cielo y tierra, y
pensando en ella se encontró pensando en Florentino Ariza, en su vestido de literato y su
libro de versos bajo los almendros del parquecito, como muy pocas veces le ocurría
cuando evocaba sus años ingratos del colegio. Después de muchas vueltas no pudo
reconocer la antigua casa familiar, pues donde suponía que estaba no había sino un
criadero de cerdos, y a la vuelta de la esquina la calle de los burdeles, con putas del
mundo entero haciendo la siesta en los portales, por si acaso pasaba el correo con algo
para ellas. No era su pueblo.
Desde el principio del paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la
mantilla, no por miedo de ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión
de los muertos que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta
el cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: “Es el cólera”. Ella lo sabía, porque
había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres achicharrados, pero notó que
ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como en la época del globo.
-Así es -le dijo el oficial-. También Dios mejora sus métodos.
La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro
Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo,
porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y éstos le pedían el favor de
parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la
compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados
que se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las
vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo
para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de
moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no
sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin
embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa,
pues la verdad era que al Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos.
Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que
en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo
Gabriel García Márquez 139
El amor en los tiempos del cólera