Page 136 - Amor en tiempor de Colera
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estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero
panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el
saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con
los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con
su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando
ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto
en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo
mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo
para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a
la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de
valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un
brasero.
No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la
siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden
antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco
en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de
morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en las cinco menos cinco de la
tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo
oscuro bajo la falda de loca de Jamaica: el círculo infernal.
Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio
cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto confirmados
en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que de pronto empezaban
a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los libros de medicina, y que
sinembargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de clínica infantil de La Salpétriére le
había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se
enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico
con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los
adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las
enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas. Él
los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta que aprendían a no sentir
sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez. Lo que nunca
pensó el doctor Juvenal Urbino era que un médico de su edad, que creía haberlo visto
todo, no pudiera superar la inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor:
no creer que lo estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad.
Ya a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la cátedra: “Lo
único que necesito en la vida es alguien que me entienda”. Pero cuando se encontró
perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó en broma.
Todos los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon
en su cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño sin
tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el brillo tornasolado
de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus arterias. A veces amanecía como
un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el corazón. Lo sentía perder el paso un
instante, lo sentía retrasarse un latido como en las marchas militares del colegio, una vez
y otra vez, y al fin lo sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a
los mismos remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de
terror. Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho
años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser que más
lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de poner en paz su
conciencia.
Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para
pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal había
sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible
imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos
modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco
tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían
136 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera