Page 138 - Amor en tiempor de Colera
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despacio, mordiendo la almohada para que él no la sintiera. Esto acabó de ofuscarlo,
porque sabía que ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o del alma.
Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si ésta tenía origen de algún modo en su
terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más lloraba, porque no lograba
perdonarse la debilidad de llorar. Él no se atrevió a consolarla, sabiendo que habría sido
como consolar una tigra atravesada por una lanza, ni tuvo valor para decirle que los
motivos de su llanto habían desaparecido esa tarde, y habían sido arrancados de raíz y
para siempre hasta de su memoria.
El cansancio lo venció unos minutos. Cuando despertó, ella había encendido su
veladora tenue y seguía con los ojos abiertos pero sin llorar. Algo definitivo le ocurrió
mientras él dormía: los sedimentos acumulados en el fondo de su edad a través de
tantos años habían sido rebullidos por el suplicio de los celos, y habían salido a flote, y la
habían envejecido en un instante. Impresionado por sus arrugas instantáneas, sus labios
mustios, las cenizas de su cabello, él se arriesgó a decirle que tratara de dormir: eran
más de las dos. Ella le habló sin mirarlo, pero ya sin un rastro de rabia en la voz, casi con
mansedumbre.
-Tengo derecho a saber quién es -dijo.
Y entonces él se lo contó todo, sintiendo que se quitaba de encima el peso del
mundo, porque estaba convencido de que ella lo sabía y sólo le faltaba confirmar los
pormenores. Pero no era así, por supuesto, de modo que mientras él hablaba ella volvió
a llorar, y no con sollozos tímidos como al principio, sino con unas lágrimas sueltas y
salobres que se le escurrían por la cara, y le ardían en el camisón de dormir y le
inflamaban la vida, porque él no había hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo,
y era que lo negara todo hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se
cagara a gritos en esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear
la honra ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas
demoledoras de su deslealtad: como un hombre. Luego, cuando él le contó que había
estado esa tarde con su confesor, temió quedarse ciega de rabia. Desde el colegio tenía
la convicción de que la gente de iglesia carecía de cualquier virtud inspirada por Dios.
Esta era una discrepancia esencial en la armonía de la casa, que habían logrado sortear
sin tropiezos. Pero que su esposo le hubiera permitido al confesor inmiscuirse hasta ese
punto en una intimidad que no era sólo la suya, sino también la de ella, era algo que iba
más allá de todo.
-Es como contárselo a un culebrero de los portales -dijo.
Para ella era el final. Estaba segura de que su honra andaba de boca en boca
desde antes de que el marido terminara de cumplir la penitencia, y el sentimiento de
humillación que eso le causaba era mucho menos soportable que la vergüenza y la rabia
y la injusticia de la infidelidad. Y lo peor de todo, carajo: con una negra. Él corrigió:
“Mulata”. Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella había terminado.
-Es la misma vaina -dijo-, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.
Esto sucedió un lunes. El viernes a las siete de la noche, Fermina Daza se embarcó
en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, sólo con un baúl, en compañía de la
ahijada y con la cara cubierta con una mantilla para evitar preguntas y para evitárselas al
marido. El doctor Juvenal Urbino no estuvo en el puerto, por acuerdo de ambos, después
de una conversación agotadora de tres días, en la que decidieron que ella se fuera a la
hacienda de la prima Hildebranda Sánchez, en la población de Flores de María, con
tiempo bastante para reflexionar antes de tomar una determinación final. Los hijos lo
entendieron, sin conocer los motivos, como un viaje muchas veces aplazado que ellos
mismos deseaban desde hacía tiempo. El doctor Urbino se las arregló para que nadie en
su mundillo pérfido pudiera hacer especulaciones maliciosas, y lo hizo tan bien que si
Florentino Ariza no encontró ninguna pista de la desaparición de Fermina Daza fue
porque en realidad no las había, y no porque le faltaran medios de averiguación. El
marido no tenía dudas de que ella volvería a casa tan pronto como se le pasara la rabia.
Pero ella se fue segura de que la rabia no se le pasaría jamás.
138 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera