Page 141 - Amor en tiempor de Colera
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Fue lo único que dijo, cohibida tal vez por la resonancia de su voz en la penumbra,
pues aún no se había impuesto aquí la costumbre de adornar las películas mudas con
acompañamiento de piano, y en la platea en penumbra sólo se escuchaba el susurro de
lluvia del proyector. Florentino Ariza no se acordaba de Dios sino en las situaciones más
difíciles, pero esa vez le dio gracias con toda su alma. Pues aun a veinte brazas debajo
de la tierra habría reconocido de inmediato aquella voz de metales sordos que llevaba en
el alma desde la tarde en que le oyó decir en el reguero de hojas amarillas de un parque
solitario: “Ahora váyase, y no vuelva hasta que yo le avise”. Sabía que estaba sentada en
el asiento detrás del suyo, junto al esposo inevitable, y percibía su respiración cálida y
bien medida, y aspiraba con amor el aire purificado por la buena salud de su aliento. No
la sintió socavada por la polilla de la muerte, como solía imaginársela en el abatimiento
de los últimos meses, sino que la evocó otra vez en su edad radiante y feliz, con el
vientre curvado por la semilla del primer hijo bajo la túnica de Minerva. La imaginaba
como si la estuviera viendo sin mirar hacia atrás, ajeno por completo a los desastres
históricos que desbordaban la pantalla. Se deleitaba con los hálitos del perfume de
almendras que le llegaba de regreso de su intimidad, ansioso de saber cómo pensaba ella
que debían enamorarse las mujeres del cine para que sus amores dolieran menos que los
de la vida. Poco antes del final, con un destello de júbilo, se dio cuenta de pronto de que
nunca había estado tanto tiempo tan cerca de alguien a quien amaba tanto.
Esperó a que los otros se levantaran cuando se encendieron las luces. Luego se
levantó sin prisa, se volvió distraído abotonándose el chaleco que siempre se soltaba
durante la función, y los cuatro se encontraron tan cerca que habrían tenido que
saludarse de todos modos, aunque alguno de ellos no lo hubiera querido. Juvenal Urbino
saludó primero a Leona Cassiani, a quien conocía bien, y luego le estrechó la mano a
Florentino Ariza con la gentileza habitual. Fermina Daza les dirigió a ambos una sonrisa
cortés, nada más que cortés, pero de todos modos una sonrisa de alguien que los había
visto muchas veces, que sabía quiénes eran, y que por tanto no tenían que serle
presentados. Leona Cassiani le correspondió con su gracia mulata. En cambio, Florentino
Ariza no supo qué hacer, porque se quedó atónito de verla.
Era otra. No había en su rostro ningún indicio de la terrible enfermedad de moda,
ni de otra ninguna, y su cuerpo conservaba todavía el peso y la esbeltez de sus tiempos
mejores, pero era evidente que los dos últimos años habían pasado por ella con el rigor
de diez mal vividos. El cabello corto le sentaba bien, con una curva de ala en las mejillas,
pero ya no era de color de miel sino de aluminio, y los hermosos ojos lanceolados habían
perdido media vida de luz detrás de las antiparras de abuela. Florentino Ariza la vio
alejarse del brazo del esposo entre la muchedumbre que abandonaba el cine, y se
sorprendió de que estuviera en un sitio público con una mantilla de pobre y unas chinelas
de andar por casa. Pero lo que más lo conmovió fue que el esposo tuvo que agarrarla por
el brazo para indicarle el buen camino de la salida, y aun así calculó mal la altura y
estuvo a punto de caerse en el escalón de la puerta.
Florentino Ariza era muy sensible a esos tropiezos de la edad. Siendo todavía
joven, interrumpía la lectura de versos en los parques para observar a las parejas de
ancianos que se ayudaban a atravesar la calle, y eran lecciones de vida que le habían
servido para vislumbrar las leyes de su propia vejez. A la edad del doctor Juvenal -Urbino
aquella noche en el cine, los hombres florecían en una especie de juventud otoñal,
parecían más dignos con las primeras canas, se volvían ingeniosos y seductores, sobre
todo a los ojos de las mujeres jóvenes, mientras que sus esposas marchitas tenían que
aferrarse de su brazo para no tropezar hasta con la propia sombra. Pocos años después,
sin embargo, los maridos se desbarrancaban de pronto en el precipicio de una vejez
infame del cuerpo y del alma, y entonces eran sus esposas establecidas las que tenían
que llevarlos del brazo como ciegos de caridad, susurrándoles al oído, para no herir su
orgullo de hombres, que se fijaran bien que eran tres y no dos escalones, que había un
charco en mitad de la calle, que ese bulto tirado de través en la acera era un mendigo
muerto, y ayudándolos a duras penas a atravesar la calle como si fuera el único vado en
el último río de la vida. Florentino Ariza se había visto tantas veces en ese espejo, que no
le tuvo nunca tanto miedo a la muerte como a la edad infame en que tuviera que ser
Gabriel García Márquez 141
El amor en los tiempos del cólera