Page 142 - Amor en tiempor de Colera
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llevado del brazo por una mujer. Sabía que ese día, y sólo ese, tendría que renunciar a la
esperanza de Fermina Daza.
El encuentro le espantó el sueño. En vez de llevar a Leona Cassiani en el coche, la
acompañó a pie a través de la ciudad vieja, donde sus pasos resonaban como herraduras
de caballería sobre los adoquines. A veces se escapaban retazos de voces fugitivas por
los balcones abiertos, confidencias de alcobas, sollozos de amor magnificados por la
acústica fantasmal y la fragancia caliente de los jazmines en las callejuelas dormidas.
Una vez más, Florentino Ariza tuvo que apelar a todas sus fuerzas para no revelarle a
Leona Cassiani su amor reprimido por Fermina Daza. Caminaban juntos, con sus pasos
contados, amándose sin prisa como novios viejos, ella pensando en las gracias de
Cabiria, y él pensando en su propia desgracia. Un hombre estaba cantando en un balcón
de la Plaza de la Aduana, y su canto fue repitiéndose por todo el recinto en ecos
encadenados: Cuando yo cruzaba por las olas inmensas del mar. En la calle de los Santos
de Piedra, justo cuando debía despedirla frente a su casa, Florentino Ariza le pidió a
Leona Cassiani que lo invitara a un brandy. Era la segunda vez que lo solicitaba en
circunstancias similares. La primera, diez años antes, ella le había dicho: “Si subes a esta
hora tendrás que quedarte para siempre”. Él no subió. Pero ahora habría subido de todos
modos, aunque después tuviera que violar su palabra. No obstante, Leona Cassiani lo
invitó a subir sin compromisos.
Fue así como se encontró cuando menos lo pensaba en el santuario de un amor
extinguido antes de nacer. Los padres de ella habían muerto, su único hermano había
hecho fortuna en Curazao, y ella vivía sola en la antigua casa familiar. Años antes,
cuando aún no había renunciado a la esperanza de hacerla su amante, Florentino Ariza
solía visitarla los domingos con el consentimiento de sus padres, y a veces por las noches
hasta muy tarde, y había hecho tantos aportes a los arreglos de la casa que terminó por
reconocerla como suya. Sin embargo, aquella noche después del cine tuvo la sensación
de que la sala de visitas había sido purificada de sus recuerdos. Los muebles estaban en
lugares distintos, había otros cromos colgados en las paredes, y él pensó que tantos
cambios encarnizados habían sido hechos a propósito para perpetuar la certidumbre de
que él no había existido jamás. El gato no lo reconoció. Asustado por la saña del olvido,
dijo: “Ya no se acuerda de mí”. Pero ella le replicó de espaldas, mientras servía los
brandis, que si eso le preocupaba podía dormir tranquilo, porque los gatos no se
acuerdan de nadie.
Recostados en el sofá, muy juntos, hablaron de ellos, de lo que fueron antes de
conocerse una tarde de quién sabe cuándo en el tranvía de mulas. Sus vidas transcurrían
en oficinas contiguas, y nunca hasta entonces habían hablado de nada distinto del
trabajo diario. Mientras conversaban, Florentino Ariza le puso la mano en el muslo,
empezó a acariciarlo con su suave tacto de seductor curtido, y ella lo dejó hacer, pero no
le devolvió ni un estremecimiento de cortesía. Sólo cuando él trató de ir más lejos le
cogió la mano exploradora y le dio un beso en la palma.
-Pórtate bien -le dijo-. Hace mucho tiempo me di cuenta que no eres el hombre
que busco.
Siendo muy joven, un hombre fuerte y diestro, al que nunca le vio la cara, la
había tumbado por sorpresa en las escolleras, la había desnudado a zarpazos, y le había
hecho un amor instantáneo y frenético. Tirada sobre las piedras, llena de cortaduras por
todo el cuerpo, ella hubiera querido que ese hombre se quedara allí para siempre, para
morirse de amor en sus brazos. No le había visto la cara, no le había oído la voz, pero
estaba segura de reconocerlo entre miles por su forma y su medida y su modo de hacer
el amor. Desde entonces, a todo el que quiso oírla le decía: “Si alguna vez sabes de un
tipo grande y fuerte que violó a una pobre negra de la calle en la Escollera de los
Ahogados, un quince de octubre como a las once y media de la noche, dile dónde puede
encontrarme”. Lo decía por puro hábito, y se lo había dicho a tantos que ya no le
quedaban esperanzas. Florentino Ariza le había escuchado muchas veces ese relato como
hubiera oído los adioses de un barco en la noche. Cuando dieron las dos de la madrugada
142 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera