Page 147 - Amor en tiempor de Colera
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había descuajado  el brazo  al primer  conductor. Hablaban  muchas horas, el  viejo en la
                    hamaca con su nombre bordado en hilos de seda, lejos de todo y de espaldas al mar, en
                    una antigua hacienda de esclavos desde cuyas terrazas de astromelias  se veían por la
                    tarde las crestas nevadas de la sierra. Siempre había sido difícil que Florentino Ariza y su
                    tío pudieran hablar de algo distinto de la navegación fluvial, y siguió siéndolo en aquellas
                    tardes demoradas, en las cuales la muerte fue siempre un invitado invisible. Una de las
                    preocupaciones recurrentes del tío León  XII  era  que la navegación  fluvial no pasara  a
                    manos de los empresarios del interior vinculados a los consorcios europeos. “Este ha sido
                    siempre un negocio de matacongos -decía---. Si lo cogen los cachacos se lo vuelven a
                    regalar  a los alemanes”.  Su preocupación era  consecuente  con una convicción  política
                    que le gustaba repetir aun cuando no viniera al caso:
                          -Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros
                    en  el universo, pero todavía  no he  visto cambiar nada en este país -decía---. Aquí se
                    hacen nuevas  constituciones, nuevas  leyes, nuevas  guerras cada tres meses, pero
                    seguimos en la Colonia.
                          A sus hermanos masones que atribuían todos los males al fracaso del federalismo,
                    les replicaba siempre: “La guerra de los Mil Días se perdió veintitrés años antes, en la
                    guerra del 76”. Florentino Ariza, cuya indiferencia política rayaba los límites de lo
                    absoluto, oía estas peroratas cada vez más frecuentes como quien oía el rumor del mar.
                    En cambio, era un contradictor severo en cuanto a la política de la empresa. Contra el
                    criterio del tío, pensaba que el retraso de la navegación fluvial, que siempre parecía al
                    borde del desastre, sólo podía remediarse con la renuncia espontánea al monopolio de
                    los buques de vapor, concedido por el Congreso Nacional a la Compañía Fluvial del Caribe
                    por noventa y  nueve años y un día.  El tío  protestaba:  “Estas ideas te las mete  en la
                    cabeza mi tocaya Leona con sus novelerías de anarquista”. Pero era cierto sólo a medias.
                    Florentino  Ariza fundaba sus razones  en la experiencia  del  comodoro  alemán Juan  B.
                    Elbers, que había  estropeado  su noble  ingenio  con la  desmesura de  su  ambición
                    personal.  El tío pensaba, en cambio, que  el  fracaso  de  Elbers  no se debió  a sus
                    privilegios, sino a los compromisos irreales que contrajo al mismo tiempo, y que habían
                    sido casi como echarse encima la responsablidad de la geografía nacional: se hizo cargo
                    de mantener la navegabilidad del río, las instalaciones portuarias, las vías terrestres de
                    acceso, los medios  de  transporte. Además, decía,  la oposición  virulenta  del presidente
                    Simón Bolívar no fue un obstáculo para echarse a reír.
                          La  mayoría de los socios  tomaban  aquellas  disputas como  los pleitos
                    matrimoniales, en los que ambas partes tienen la razón. La tozudez del viejo les parecía
                    natural, no porque la vejez lo hubiera  vuelto menos  visionario de lo que fue siempre,
                    como solía decirse con demasiada facilidad, sino porque la renuncia al monopolio debía
                    parecerle como botar  en la basura  los trofeos  de una  batalla  histórica que  él  y sus
                    hermanos habían librado solos en los tiempos heroicos, contra adversarios poderosos del
                    mundo entero. Así que nadie lo contrarió cuando amarró sus derechos de tal modo, que
                    nadie podría tocarlos antes de su extinción legal. Pero de pronto, cuando ya Florentino
                    Ariza había rendido sus armas en las tardes de meditación de la hacienda, el tío León XII
                    dio su consentimiento para la renuncia del privilegio centenario, con la única condición
                    honorable de que no se hiciera antes de su muerte.
                          Fue su acto final.  No volvió a hablar de negocios, ni permitió siquiera que se le
                    hicieran consultas, ni perdió un solo rizo de su espléndida cabeza imperial, ni un átomo
                    de su lucidez, pero hizo lo posible porque no lo viera nadie que pudiera compadecerlo.
                    Los días se le iban contemplando las nieves perpetuas desde la terraza, meciéndose muy
                    despacio en  un mecedor vienés,  junto  a una mesita  donde las  criadas le mantenían
                    siempre caliente una  olla  de  café negro  y  un  vaso de agua de bicarbonato  con dos
                    dentaduras postizas, que ya  no se ponía sino para recibir  visitas.  Veía  a  muy pocos
                    amigos, y sólo hablaba de un pasado tan remoto que era muy anterior a la navegación
                    fluvial. Sin embargo,  le quedó un  tema nuevo:  el  deseo de que Florentino Ariza se
                    casara. Se lo expresó varias veces, y siempre en la misma forma.


                                                                              Gabriel García Márquez  147
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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