Page 152 - Amor en tiempor de Colera
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jugando a la  pelota, y salió  del  puerto fluvial  entre  una  polvareda ardiente.
                    Florentino Ariza estaba seguro de que las honras fúnebres no podían ser por Jeremiah.
                    de Saint-Amour, pero la insistencia de los dobles lo hizo dudar. Le puso al chofer la mano
                    en el hombro y le preguntó gritándole al oído por quién estaban doblando las campanas.
                          -Es por el médico ese de la chivera -dijo el chofer---. ¿Cómo se llama?
                          Florentino Ariza no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo,
                    cuando  el  chofer le contó cómo había  muerto, la ilusión instantánea se  desvaneció,
                    porque no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su
                    muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que él imaginaba. Pero era
                    el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad,
                    y uno de sus hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina
                    dorsal despedazada, a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango
                    cuando trataba de coger un loro.
                          Todo lo que Florentino Ariza había hecho desde que Fermina Daza se casó, estaba
                    fundado en la  esperanza de  esta noticia. Sin embargo, llegada la hora, no se sintió
                    sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en sus insomnios,
                    sino por un zarpazo de terror: la lucidez fantástica de que lo mismo habría podido ser por
                    él por quien tocaran a muerto. Sentada a su lado en el automóvil que rodaba a saltos por
                    las calles de piedras,  América Vicuña  se  asustó de su  palidez y le preguntó  qué le
                    pasaba. Florentino Ariza le cogió la mano con su mano helada.
                          -Ay, mi niña -suspiró-, me harían falta otros cincuenta años para contarte.
                          Se olvidó del entierro de Jeremiah de Saint Amour. Dejó a la niña en la puerta del
                    internado con la  promesa  apresurada de  que  volvería por  ella  el  sábado  siguiente, y
                    ordenó al chofer que lo llevara a la casa del doctor Juvenal Urbino. Encontró un tumulto
                    de automóviles y coches de alquiler en las calles contiguas, y una multitud de curiosos
                    frente a la casa.  Los  invitados del doctor  Lácides Olivella,  que habían recibido la  mala
                    noticia en el apogeo de la fiesta, llegaban en tropel. No era fácil moverse dentro de la
                    casa  a  causa de la  muchedumbre, pero  Florentino Ariza logró  abrirse paso  hasta  el
                    dormitorio principal, se empinó por encima de los grupos que bloqueaban la puerta, y vio
                    a Juvenal Urbino en la cama matrimonial como había querido verlo desde que oyó hablar
                    de él por primera vez, chapaleando en la indignidad de la muerte. El carpintero acababa
                    de tomarle las medidas para el ataúd. A su lado, todavía con el mismo vestido de abuela
                    recién casada que se había puesto para la fiesta, Fermina Daza estaba absorta y mustia.
                          Florentino Ariza había  prefigurado aquel momento hasta en  sus  detalles  ínfimos
                    desde los días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor
                    temerario. Por  ella había  ganado nombre  y fortuna sin  reparar  demasiado  en los
                    métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un rigor que no
                    les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como
                    nadie hubiera  podido  esperar nada ni a nadie  en este  mundo:  sin  un instante de
                    desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin en favor suyo, le
                    infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de
                    viuda, el Juramento de su fidelidad eterna y su amor para siempre.

                          No  le negaba  a su  conciencia  que  había sido  un  acto irreflexivo, sin el  menor
                    sentido del cómo  ni del cuándo, y  apresurado  por el  miedo de  que la ocasión no  se
                    repitiera jamás. Él lo hubiera querido e incluso se lo había figurado muchas veces de un
                    modo menos brutal, pero la suerte no le había dado para más. Había salido de la casa del
                    duelo con el dolor de dejarla a ella en el mismo estado de conmoción en que él estaba,
                    pero nada habría podido hacer por impedirlo, porque sentía que aquella noche bárbara
                    estaba escrita desde siempre en el destino de ambos.




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                         El amor en los tiempos del cólera
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