Page 154 - Amor en tiempor de Colera
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se entendía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba eludir la presencia del
                    marido  muerto:  por donde quiera que iba, por donde  quiera que pasaba,  en  cualquier
                    cosa que hacía tropezaba con  algo suyo que  se  lo  recordaba. Pues  si bien  le  parecía
                    honesto y justo que le doliera, también quería hacer todo lo posible por no regodearse en
                    el dolor. Así que se impuso la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto
                    le recordara al marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir viviendo sin
                    él.
                          Fue una ceremonia de exterminio. El hijo aceptó llevarse la biblioteca para que ella
                    pusiera en la oficina  el  costurero que nunca tuvo de  casada. Por  su  parte,  la  hija se
                    llevaría algunos muebles y numerosos objetos que le parecían muy apropiados para las
                    subastas de antigüedades de Nueva Orleans. Todo esto fue un alivio para Fermina Daza,
                    aunque no le hizo ninguna gracia comprobar que las cosas compradas por ella en su viaje
                    de bodas eran ya reliquias de anticuarios. Contra el estupor callado de las sirvientas, de
                    los  vecinos, de  las amigas cercanas que  venían a  acompañarla  en aquellos días, hizo
                    prender una hoguera  en  un solar vacío detrás de la casa,  y allí quemó  todo  lo que  le
                    recordaba al  esposo:  las  ropas más costosas  y elegantes que se vieron  en la ciudad
                    desde el siglo anterior, los zapatos más finos, los sombreros que se parecían a él más
                    que sus retratos, el mecedor de siesta del que se había levantado por última vez para
                    morir, innumerables objetos tan ligados a su vida que ya formaban parte de su identidad.
                    Lo hizo  sin una sombra de duda, por la certidumbre plena  de que su esposo lo habría
                    aprobado, y no sólo por higiene. Pues él le había expresado muchas veces su deseo de
                    ser incinerado,  y no recluido  en, la  oscuridad  sin resquicios de  una  caja de  cedro. Su
                    religión se lo impedía, desde luego: se había atrevido a sondear el criterio del arzobispo,
                    por si acaso, y éste le había dado una negativa terminante. Era una pura ilusión, porque
                    la Iglesia  no  permitía la existencia de  hornos crematorios en nuestros cementerios, ni
                    para uso de religiones distintas de la católica, y a nadie más que al mismo Juvenal Urbino
                    se le hubiera ocurrido la conveniencia de construirlos. Fermina Daza no olvidó este terror
                    del esposo, y aun en  la  confusión  de  las primeras horas  se acordó  de ordenar al
                    carpintero que le dejara el consuelo de una brecha de luz en el ataúd.
                          De todos modos fue un holocausto inútil. Fermina Daza se dio cuenta muy pronto
                    de que el recuerdo del esposo muerto era tan refractario al fuego como parecía serlo al
                    paso de  los  días. Peor aún: después de la incineración de  las ropas  no sólo seguía
                    añorando lo mucho que había amado de él, sino también, y por encima de todo, lo que
                    más le molestaba: los ruidos que hacía al levantarse. Esos recuerdos la ayudaron a salir
                    de  los  manglares del duelo.  Por encima de  todo,  tomó la  determinación firme de
                    continuar la  vida  recordando  al esposo como si  no hubiera  muerto. Sabía que  el
                    despertar de cada mañana seguiría siendo difícil, pero lo sería cada vez menos.
                          Al término de la tercera semana,  en  efecto,  empezó  a  vislumbrar las primeras
                    luces. Pero a medida que aumentaban y se hacían más claras, iba tomando conciencia de
                    que había en su vida un fantasma atravesado que no le dejaba un instante de paz. No
                    era el fantasma de lástima que la acechaba en el parquecito de Los Evangelios, y que ella
                    solía  evocar desde la  vejez con una cierta ternura, sino el fantasma abominable  de la
                    levita  de  verdugo y el sombrero apoyado  en el pecho, cuya  impertinencia estúpida  la
                    había perturbado de tal modo que ya le era imposible no pensar en él. Siempre, desde
                    que ella lo rechazó a los dieciocho años, le quedó la convicción de haber dejado en él una
                    semilla de  odio que el tiempo  no haría sino  aumentar. Había contado con ese odio  en
                    todo momento,  lo sentía en el aire  cuando el  fantasma estaba cerca,  su  sola visión  la
                    perturbaba, la  asustaba  de tal  modo  que nunca  encontró una  manera natural  de
                    comportarse  con él.  La noche en  que él le reiteró  su amor, todavía  con las  flores  del
                    esposo muerto perfumando la casa, ella no pudo entender que aquel desplante no fuera
                    el primer paso de quién sabe qué siniestro propósito de venganza.
                          La persistencia de su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando
                    en él, al día siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple gesto de
                    la voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el deseo de
                    olvidarlo era el más fuerte estímulo  para  recordarlo.  Entonces  se atrevió  a evocar por

                    154  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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