Page 153 - Amor en tiempor de Colera
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No  volvió a dormir  una noche completa en  las  dos semanas siguientes. Se
                    preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué
                    iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le había
                    dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un
                    tambor, y tuvo que  recurrir a  paliativos menos  complacientes que las lavativas. Sus
                    dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía
                    desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina
                    después de una semana de  faltas, y  Leona  Cassiani  se asustó  de  verlo  en semejante
                    estado de palidez y desidia. Pero él  la tranquilizó: era  otra vez el insomnio, como
                    siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas
                    goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó
                    otra semana irreal,  sin poder concentrarse  en nada, comiendo  mal y  durmiendo  peor,
                    tratando de  percibir señales cifradas que  le  indicaran el camino de  la salvación.  Pero
                    desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de
                    que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y
                    no tenía como seguir: era el final. El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de
                    las Ventanas, tropezó con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán,
                    y reconoció de inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios
                    de la vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de las
                    gardenias marchitas,  porque ya  el  corazón  se lo  había  dicho todo desde  el  primer
                    espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego, durante más de
                    medio siglo.
                          Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada por una rabia
                    ciega, pudiera  ser  interpretada por  Florentino  Ariza como una  carta de amor.  Había
                    puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más crueles, los oprobios más
                    hirientes, e injustos además, que sin embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la
                    ofensa. Fue el último acto de un amargo exorcismo de dos semanas, con el cual trataba
                    de lograr un pacto de conciliación con su nuevo estado. Quería ser otra vez ella misma,
                    recuperar todo cuanto había tenido que ceder en medio siglo de una servidumbre que la
                    había hecho feliz, sin duda' pero que una vez muerto el esposo no le dejaba a ella ni los
                    vestigios de su identidad. Era un fantasma en una casa ajena que de un día para otro se
                    había  vuelto inmensa y solitaria, y en la  cual vagaba a  la deriva, preguntándose
                    angustiada quién estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.
                          No podía sortear un recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla
                    dejado sola en medio de la mar tenebrosa. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama
                    debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo
                    de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir,
                    el olor de su piel que había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte.
                    Se detenía a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en
                    la frente, porque de pronto se  acordaba de  algo que  olvidó decirle. A cada instante  le
                    venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna
                    vez  él  le había dicho algo que  ella no podía  concebir: los amputados sienten  dolores,
                    calambres, cosquillas, en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo
                    estar donde ya no estaba.
                          Al despertar en su primera mañana  de viuda, se había  dado vuelta en la cama,
                    todavía sin abrir los ojos, en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo,
                    y fue en ese momento cuando él murió para ella. Pues sólo entonces tomó conciencia de
                    que él había pasado la noche por primera vez fuera de casa. La otra impresión fue en la
                    mesa, no porque se sintiera sola, como en efecto lo estaba, sino por la certidumbre rara
                    de estar comiendo con alguien que ya no existía. Esperó a que su hija Ofelia viniera de
                    Nueva  Orleans,  con el esposo  y las  tres  niñas, para sentarse  otra vez  a  comer en  la
                    mesa, pero no en la de siempre, sino en una mesa improvisada, más pequeña, que hizo
                    poner en el corredor. Hasta entonces no había hecho ninguna comida regular. Pasaba por
                    la cocina a cualquier hora, cuando tenía hambre, y metía el tenedor en las ollas y comía
                    un poco de todo sin ponerlo en  un plato, de pie frente  a la hornilla, hablando con  las
                    mujeres del servicio que eran las únicas con las que se sentía bien, y con las que mejor
                                                                              Gabriel García Márquez  153
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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