Page 155 - Amor en tiempor de Colera
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primera vez, vencida por la nostalgia, los tiempos ilusorios de aquel amor irreal. Trataba
                    de precisar cómo era el parquecito de entonces, los almendros rotos, el escaño donde él
                    la amaba, porque  nada  de eso existía ya  como entonces.  Habían  cambiado todo,  se
                    habían llevado los árboles con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la estatua
                    del héroe decapitado  habían puesto la de otro en  uniforme de gala, sin  nombre, sin
                    fechas,  sin motivos  que lo justificaran, sobre un pedestal aparatoso  dentro del cual
                    habían  instalado los controles  eléctricos del sector. Su casa, vendida por  fin  hacía
                    muchos años, se desbarataba a pedazos entre las manos del gobierno provincial. No le
                    resultaba fácil imaginarse a Florentino Ariza como era entonces, y mucho menos concebir
                    que  aquel  muchacho taciturno, tan desvalido bajo  la lluvia, fuera  el  mismo carcamal
                    apolillado que se le había plantado enfrente sin ninguna consideración por su estado, sin
                    el menor respeto por su dolor, y le había abrasado el alma con una injuria a fuego vivo
                    que seguía estorbándole para respirar.
                          La prima Hildebranda Sánchez había venido a visitarla poco después de que ella
                    estuviera en su hacienda de Flores de María reponiéndose de la mala hora de la señorita
                    Lynch. Había llegado vieja, gorda, feliz, acompañada por el hijo mayor, que había sido
                    coronel del ejército, como el padre, pero que fue repudiado por él a raíz de su actuación
                    indigna  en la matanza  de  los obreros del  banano en San Juan de  la Ciénaga. Las dos
                    primas se habían visto muchas veces, y siempre se les iban las horas añorando la época
                    en que se conocieron. En su última visita, Hildebranda estaba más nostálgica que nunca,
                    y muy afectada por la carga de la vejez. Para mayor regodeo de la añoranza, trajo su
                    copia del retrato de dama antigua que les había tomado el fotógrafo belga la tarde en
                    que el joven Juvenal Urbino le dio la estocada de gracia a la voluntariosa Fermina Daza.
                    La copia de ésta se había perdido, y la de Hildebranda era casi invisible, pero ambas se
                    reconocieron a través de las brumas del desencanto: jóvenes y bellas como no volverían
                    a serlo jamás.
                          Para Hildebranda era imposible no  hablar de Florentino Ariza, porque siempre
                    identificó su suerte con la suya. Lo evocaba como el día  en que puso su primer
                    telegrama, y nunca  consiguió quitarse del corazón su recuerdo de pajarito triste
                    condenado al olvido. Por su parte, Fermina lo había visto muchas veces, sin conversar
                    con él, desde luego, y no podía concebir que fuera el mismo de su primer amor. Siempre
                    le habían llegado noticias de él, como tarde o temprano le llegaban las de todo el que
                    significara algo en la ciudad. Se decía que no se había casado porque era de costumbres
                    distintas,  pero tampoco a  esto le puso  atención, en  parte porque nunca hizo  caso de
                    rumores, y en parte  porque de todos  modos se decían  cosas semejantes  de  muchos
                    hombres insospechables. En cambio, le parecía extraño que Florentino Ariza persistiera
                    en sus  atuendos  místicos,  en sus lociones raras, y  que  siguiera siendo  tan enigmático
                    después de abrirse paso en la vida de un modo tan espectacular, y además tan honrado.
                    No le era posible creer que fuera el mismo, y siempre se sorprendía cuando Hildebranda
                    suspiraba: “¡Pobre hombre, cómo debe haber sufrido! “. Pues ella lo veía sin dolor desde
                    hacía mucho tiempo: era una sombra borrada.
                          Sin embargo, la noche en que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella
                    regresó de Flores  de María, algo  raro  ocurrió en  su corazón. No le sorprendió  que
                    estuviera con  una mujer,  y negra, además.  Le sorprendió que  estuviera tan bien
                    conservado, que se comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez
                    fuera  ella  y no  él quien  había  cambiado después de la irrupción perturbadora de la
                    señorita Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años,
                    siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo,no sólo le
                    pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió como el término
                    natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan imprevista la reiteración
                    dramática de  un  amor que  para ella no había existido nunca,  y a una edad en  que  a
                    Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más que esperar de la vida.

                          La rabia mortal  del primer impacto  seguía intacta después de  la  cremación
                    simbólica del  marido, y  más crecía y  se  ramificaba  cuanto menos capaz  se sentía  de
                    dominarla. Peor aún: los espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos

                                                                              Gabriel García Márquez  155
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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