Page 160 - Amor en tiempor de Colera
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Cinco días después de  recibir la carta  de Fermina  Daza, cuando llegó  a sus
                    oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo
                    ruido de  lluvia  había terminado por  notarse  menos  que su silencio.  Era  una  pausa.
                    Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona
                    Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema
                    de  sus dedos  como un instrumento  humano. Ella se  supo  observada,  y  miró  hacia  la
                    puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.
                          -Dime  una  cosa, leona  de  mi  alma -le  preguntó  Florentino Ariza-: ¿Cómo te
                    sentirías si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?

                          El gesto de ella, que ya no se sorprendía de nada, fue de sorpresa legítima.
                          -¡Hombre! -exclamó-. Fíjate que nunca se me había ocurrido.
                          Por lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado
                    hasta  entonces, y decidió  correr el riesgo  a  fondo.  Se llevó a su casa  una de las
                    máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos: “Loro viejo no
                    aprende a hablar”. Leona Cassiani, entusiasta de cualquier novedad, se ofreció para darle
                    lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él estaba contra los aprendizajes metódicos
                    desde que Lotario Thugut quiso enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de
                    que iba a necesitar por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una
                    orquesta profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin embargo,
                    él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las cinco reglas básicas
                    que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un año en el coro de la catedral, y
                    a mandarle serenatas  a Fermina Daza desde el cementerio de los pobres según la
                    dirección de los vientos. Si esto había sido a los veinte años con algo tan difícil como el
                    violín, no veía por qué no podía serlo también a los setenta y seis con un instrumento de
                    un solo dedo como la máquina de escribir.
                          Así fue. Necesitó tres  días para  aprender la  posición de las  letras  en el teclado,
                    otros seis  para aprender a pensar  al mismo tiempo  que  escribía,  y otros tres para
                    terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de papel. Le puso
                    un  encabezado solemne: Señora, y la  firmó  con la inicial de su  nombre, como solía
                    hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó por correo, en un sobre
                    con  viñetas de luto como era de  rigor  en  una carta para una  viuda  reciente,  y  sin  el
                    nombre del remitente al dorso.
                          Era  una carta de seis pliegos que no tenía nada que  ver  con ninguna otra  que
                    hubiera  escrito  alguna  vez. No  tenía  ni  el  tono, ni  el  estilo, ni el soplo retórico de los
                    primeros años del amor, y su argumento era tan racional y bien medido, que el perfume
                    de una gardenia hubiera  sido un  exabrupto. En cierto modo,  fue la aproximación  más
                    acertada de las cartas  mercantiles  que nunca  pudo hacer. Años  después,  una  carta
                    personal  escrita  con  medios mecánicos iba  a considerarse  casi ofensiva, pero todavía
                    entonces la  máquina  de escribir era un  animal de oficina, sin  una ética propia, cuya
                    domesticación para usos  privados  no  estaba prevista en  los manuales  de urbanidad.
                    Parecía más bien de un modernismo audaz, y así debió entenderlo Fermina Daza, pues
                    en la segunda carta que escribió a Florentino Ariza, después de recibir más de cuarenta
                    suyas, empezaba excusándose de los escollos de su letra, por no disponer de medios de
                    escritura más avanzados que la pluma de acero.
                          Florentino Ariza no  se refirió siquiera  a la carta tremenda  que ella le  había
                    mandado,  sino  que  intentó desde  el principio  un método distinto  de seducción, sin
                    ninguna referencia a los amores del pasado, ni al pasado simple: borrón y cuenta nueva.
                    Era más bien una extensa meditación sobre la vida, con base en sus ideas y experiencias
                    de  las relaciones entre  hombre y mujer, que  alguna vez  había  pensado  escribir como
                    complemento del Secretario  de  los Enamorados.  Sólo que entonces  la  envolvió en  un
                    estilo patriarcal,  de  memorias  de  viejo, para que no  se le  notara demasiado que en
                    realidad era un documento de amor. Antes escribió muchos borradores al modo antiguo,
                    que más tardaban en ser leídos con cabeza fría que arrojados en la candela. Sabía que
                    cualquier descuido convencional, la  menor ligereza  nostálgica  podía remover  en su
                    160  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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