Page 162 - Amor en tiempor de Colera
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internado, pero no sabía qué hacer con ella durante el fin de semana. Por primera vez no
se ocupó de ella, y ella resentía el cambio. Se la encomendaba a las muchachas del
servicio para que la llevaran al cine de la tarde, a las retretas del parque infantil, a las
tómbolas de beneficencia, o le inventaba programas dominicales con otras compañeras
del colegio para no tener que llevarla al paraíso escondido detrás de sus oficinas, donde
ella quería volver siempre desde que la llevó por primera vez. No se daba cuenta, en las
nebulosas de su nueva ilusión, de que las mujeres pueden volverse adultos en tres días,
y eran tres años los que habían pasado desde que él la recibió en el motovelero de
Puerto Padre. Por mucho que él quiso dulcificarlo, el cambio para ella fue brutal, pero no
pudo concebir el motivo. El día que él le dijo en la heladería que se iba a casar,
revelándole una verdad, ella sufrió un impacto de pánico, pero luego le pareció una
posibilidad tan absurda que lo olvidó por completo. Muy pronto comprendió, sin
embargo, que él se comportaba como si fuera cierto, con evasivas inexplicadas, como si
no tuviera sesenta años más que ella, sino sesenta años menos.
Una tarde de sábado, Florentino Ariza la encontró tratando de escribir a máquina
en su dormitorio, y lo hacía bastante bien, pues estudiaba mecanografía en el colegio.
Había hecho más de media página de escritura automática, pero en ciertos trechos era
fácil separar una frase reveladora de su estado de ánimo. Florentino Ariza se inclinó
sobre su hombro para leer lo que escribía. Ella se turbó con su calor de hombre, su
aliento entrecortado, el perfume de su ropa, que era el mismo de su almohada. Ya no era
la niña recién llegada que él desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero
es~ tos zapatitos para el osito, después esta camisita para el perrito, después estos
calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá. No:
ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa. Siguió
escribiendo con un solo dedo de la mano derecha, y con la izquierda buscó a tientas la
pierna de él, lo exploró, lo encontró, lo sintió revivir, crecer, suspirar de ansiedad, y su
respiración de viejo se volvió pedregosa y difícil. Ella lo conocía: a partir de ese punto él
iba a perder el dominio, se le desarticulaba la razón, quedaba a merced de ella, y no
había de encontrar los caminos de regreso hasta no llegar al final. Lo fue llevando de la
mano hasta la cama, como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa
con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo,
cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la
fuente y el horno listo a la temperatura justa. No había nadie en la casa. Las sirvientas
habían salido, y los albañiles y los carpinteros de la reconstrucción no trabajaban los
sábados: tenían el mundo entero para ellos dos. Pero él salió del éxtasis al borde del
abismo, le apartó la mano, se incorporó, dijo con voz trémula:
-Cuidado, no tenemos cauchitos.
Ella permaneció bocarriba en la cama un largo rato, pensando, y cuando volvió al
internado, con una hora de anticipación, estaba más allá de las ganas de llorar, y había
afinado el olfato y se había afilado las uñas para encontrar las trazas de la liebre
agazapada que le había trastornado la vida. Florentino Ariza, en cambio, incurrió una vez
más en un error de hombre: pensó que ella se había convencido de la inutilidad de sus
propósitos y había resuelto olvidarlo.
Estaba en lo suyo. Al cabo de seis meses, sin una mínima señal, se encontró
dando vueltas en la cama hasta el amanecer, perdido en el desierto de un insomnio
distinto. Pensaba que Fermina Daza había abierto la primera carta por su apariencia
ingenua, había alcanzado a ver la inicial conocida de otras cartas de antaño, y la había
echado en la hoguera de la basura sin tomarse siquiera el trabajo de romperla. Le habría
bastado con ver el sobre de las siguientes para hacer lo mismo sin abrirlas, y así hasta el
fin de los tiempos, mientras él llegaba al término de sus meditaciones escritas. No creía
que existiera una mujer capaz de resistir la curiosidad de medio año de cartas cotidianas
sin saber ni siquiera de qué color era la tinta con que estaban escritas. Pero si una
existía, sólo podía ser ella.
Florentino Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal,
sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria. Su ingenio se
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El amor en los tiempos del cólera