Page 166 - Amor en tiempor de Colera
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silencioso: la floresta de lo irremediable. No era muy consciente todavía, ni lo fue en
varios años, de cuánto la ayudaron a recobrar la paz del espíritu las meditaciones
escritas de Florentino Ariza. Fueron ellas, aplicadas a sus experiencias, lo que le permitió
entender su propia vida, y a esperar con serenidad los designios de la vejez. El encuentro
en la misa de conmemoración fue una ocasión providencial de darle a entender a
Florentino Ariza que también ella, gracias a sus cartas de aliento, estaba dispuesta a
borrar el pasado.
Dos días después recibió de él una carta distinta: escrita a mano, en papel de hilo,
y con su nombre completo de remitente muy claro en el dorso del sobre. Era la misma
letra florida de las primeras cartas, la misma voluntad lírica, pero aplicadas a un párrafo
sencillo de gratitud por la deferencia del saludo en la catedral. Fermina Daza siguió
pensando en ella con las nostalgias alborotadas varios días después de leerla, y con la
conciencia tan limpia que el jueves siguiente le preguntó a Lucrecia del Real del Obispo,
sin que viniera a cuento, si por casualidad conocía a Florentino Ariza, el dueño de los
buques del río. Lucrecia contestó que sí: “Parece que es un súcubo perdido”. Repitió la
versión corriente de que nunca se le había conocido mujer, habiendo sido tan buen
partido, y que tenía una oficina secreta para llevar a los niños que perseguía de noche
por los muelles. Fermina Daza había oído esa leyenda desde que tenía memoria, y nunca
la creyó ni le dio importancia. Pero cuando la oyó repetida con tanta convicción por
Lucrecia del Real del Obispo, de quien también se había dicho en un tiempo que era de
gustos raros, no pudo resistir el apremio de poner las cosas en su puesto. Le contó que
conocía a Florentino Ariza desde niño. Le recordó que su madre tenía una mercería en la
Calle de las Ventanas, y que además compraba camisas y sábanas viejas para
deshilacharlas y venderlas como algodón de emergencia durante las guerras civiles. Y
concluyó con certeza: “Es gente honrada, hecha a puro pulso”. Fue tan vehemente, que
Lucrecia retiró lo dicho: “Al fin y al cabo, también de mí dicen lo mismo”. Fermina Daza
no tuvo la curiosidad de preguntarse por qué hacía una defensa tan apasionada de un
hombre que sólo había sido una sombra en su vida. Siguió pensando en él, sobre todo
cuando llegaba el correo sin una nueva carta suya. Habían trascurrido dos semanas de
silencio, cuando una de las muchachas del servicio la despertó de la siesta con un
susurro de alarma.
-Señora -le dijo-, ahí está don Florentino.
Ahí estaba. La primera reacción de Fermina Daza fue de pánico. Alcanzó a pensar
que no, que volviera otro día a una hora más apropiada, que no estaba en condiciones de
recibir visitas, que no había nada de que hablar. Pero se repuso enseguida, y ordenó que
lo hicieran pasar a la sala y le llevaran un café mientras ella se arreglaba para atenderlo.
Florentino Ariza había esperado en la puerta de la calle, ardiendo bajo el sol infernal de
las tres, pero con las riendas en el puño. Estaba preparado para no ser recibido, así fuera
con una excusa amable, y esa certidumbre lo mantenía tranquilo. Pero la decisión del
recado lo estremeció hasta el tuétano, y al entrar en la sombra fresca de la sala no tuvo
tiempo de pensar en el milagro que estaba viviendo, porque las entrañas se le llenaron
de pronto con una explosión de espuma dolorosa. Se sentó sin respirar, asediado por el
recuerdo maldito de la cagada de pájaro en su primera carta de amor, y permaneció
inmóvil en la penumbra mientras pasaba la primera racha de escalofrío, resuelto a
aceptar cualquier desgracia en ese momento, menos aquel percance injusto.
Se conocía bien: a pesar de su estreñimiento congénito, el vientre lo había
traicionado en público tres o cuatro veces en sus muchos años, y las tres o cuatro veces
había tenido que rendirse. Sólo en esas ocasiones, y en otras de tanta urgencia, se daba
cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: “No creo en Dios,
pero le tengo miedo”. No tuvo tiempo de ponerlo en duda: trató de rezar cualquier
oración que recordara, pero no la encontró. Siendo niño, otro niño le había enseñado
unas palabras mágicas para acertarle a un pájaro con una piedra: “Tino tino si no te pego
te escarabino”. La probó cuando fue al monte por primera vez, con una honda nueva, y
el pájaro cayó fulminado. De un modo confuso, pensó que una cosa tenía algo que ver
con la otra, y repitió la fórmula con fervor de oración, pero no surtió el mismo efecto.
166 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera