Page 171 - Amor en tiempor de Colera
P. 171

-Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos -le dijo.
                          No  obstante, Florentino  Ariza corrió el riesgo  con el doctor Urbino Daza,  y  fue
                    recibido con un tratamiento especial, aunque no le pidieron firmar el libro de oro de los
                    invitados notables. El almuerzo fue breve, de los dos solos, y transcurrió en tono menor.
                    Los temores que inquietaban a Florentino Ariza desde la tarde anterior en relación con
                    aquel encuentro, se disiparon con la copa de oporto del aperitivo. El doctor Urbino Daza
                    quería hablarle de su madre. Por lo mucho que le dijo, Florentino Ariza se dio cuenta de
                    que ella le había hablado de él. Y algo todavía más sorprendente: le había mentido en
                    favor suyo. Le contó que eran amigos desde niños, que jugaban juntos desde que ella
                    llegó de San  Juan  de  la Ciénaga, que  era él quien  le  había  iniciado en  sus  primeras
                    lecturas,  por  lo cual le  guardaba una vieja gratitud.  Le había  dicho además que  a
                    menudo, cuando ella salía de la escuela, pasaba  muchas horas con Tránsito Ariza
                    haciendo prodigios de bordado en la mercería, pues era una maestra notable, y que si no
                    había  seguido viendo a Florentino  Ariza  con  la misma frecuencia no  había  sido por su
                    gusto sino por la divergencia de sus vidas.
                          Antes  de llegar al fondo  de sus  propósitos,  el  doctor  Urbino Daza hizo algunas
                    divagaciones sobre la vejez. Pensaba que el mundo iría más rápido sin el estorbo de los
                    ancianos. Dijo: “La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del
                    más lento”. Preveía un futuro más humanitario, y por lo mismo más civilizado, en que los
                    seres humanos fueran aislados en ciudades marginales desde las que no pudieran valerse
                    de sí mismos, para evitarles la vergüenza, los sufrimientos, la soledad espantosa de la
                    vejez. Desde el punto de vista médico, según él, el límite podían ser los sesenta años.
                    Pero mientras se llegaba a ese grado de caridad, la única solución eran los asilos, donde
                    los  ancianos  se consolaban los unos a los  otros, se  identificaban en  sus gustos  y sus
                    aversiones,  en sus resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias naturales con las
                    generaciones siguientes. Dijo: “Los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Pues bien: el
                    doctor Urbino Daza quería agradecerle a Florentino Ariza la buena compañía que le daba
                    a su madre en la soledad de la viudez, le suplicaba que siguiera haciéndolo para bien de
                    ambos  y comodidad  de  todos, y que tuviera paciencia con sus humores seniles.
                    Florentino Ariza se sintió  aliviado con la solución de  la  entrevista. “Esté  tranquilo -le
                    dijo-. Soy cuatro años mayor que ella, y no sólo ahora, sino desde antes, mucho antes
                    que  usted  naciera.” Luego cedió a la  tentación de desahogarse  con una puntada de
                    ironía.
                          -En la sociedad del futuro -concluyó-, usted tendría que ir ahora al camposanto, a
                    llevarnos a ella y a mí un ramo de anturios para el almuerzo.
                          El doctor Urbino Daza no había reparado hasta entonces en la inconveniencia de
                    su profecía, y se metió por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo.
                    Pero Florentino Ariza lo ayudó a salir. Estaba radiante, pues sabía que tarde o temprano
                    iba a tener un  encuentro como  aquel con el doctor  Urbino Daza,  para cumplir con  un
                    requisito social ineludible: la petición formal de la mano de su madre. El almuerzo fue
                    muy alentador, no sólo por el motivo mismo, sino porque le demostró qué fácil y bien
                    recibida iba a ser aquella petición inexorable. Si hubiera contado con el consentimiento
                    de Fermina Daza, ninguna  ocasión hubiera sido más propicia. Más aún: después  de lo
                    que  habían hablado  en aquel almuerzo  histórico, el formalismo  de  la solicitud salía
                    sobrando.
                          Florentino Ariza subía y bajaba las escaleras con un cuidado especial, aun siendo
                    joven, porque siempre había pensado que la vejez empezaba con una primera caída sin
                    importancia, y la muerte seguía con la segunda. Más peligrosa que todas las escaleras le
                    parecía la de sus oficinas, por empinada y de espacios estrechos, y desde mucho antes
                    que tuviera que forzarse para no arrastrar los pies la subía mirando bien los peldaños y
                    agarrado del barandal con ambas manos. Muchas veces le sugirieron cambiarla por otra
                    escalera  menos  arriesgada, pero  la decisión quedaba siempre para  el mes  entrante,
                    porque a  él le parecía  una concesión a  la  vejez. A  medida que pasaban los  años
                    demoraba más para subir, no porque le costara más trabajo, como él se apresuraba a
                    explicar, sino porque cada  vez  subía con  más cuidado.  Sin embargo,  la  tarde en  que
                                                                              Gabriel García Márquez  171
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
   166   167   168   169   170   171   172   173   174   175   176