Page 170 - Amor en tiempor de Colera
P. 170

llamas, podía ser ofensiva para su luto. Las rosas amarillas, que en otro lenguaje eran las
                    flores de la buena suerte, eran una expresión de celos en el vocabulario común. Alguna
                    vez le habían hablado de las rosas  negras  de Turquía, que  tal  vez  fueran  las  mas
                    indicadas, pero no había Podido conseguirlas para aclimatarlas en su patio. Después de
                    mucho pensarlo se arriesgó con una rosa blanca, que le gustaban menos que las otras,
                    por  insípidas  y mudas: no decían  nada. A  última hora, por si  Fermina  Daza tenía la
                    malicia de darles algún sentido, le quitó las espinas.
                          Fue bien recibida, como un regalo  sin  intenciones ocultas, y así se enriqueció el
                    ritual de los martes. Tanto, que cuando él llegaba con la rosa blanca ya estaba preparado
                    el florero con agua en el centro de la mesita del té. Un martes cualquiera, al poner la
                    rosa, él dijo de un modo que pareciera casual:

                          -En nuestros tiempos no se llevaban rosas sino camelias.
                          -Es cierto -dijo ella-, pero la intención era otra, y usted lo sabe.
                          Así fue siempre:  él intentaba  avanzar  y ella le cerraba el paso. Pero en esta
                    ocasión, a  pesar  de la  respuesta  puntual, Florentino Ariza se dio cuenta  de que  había
                    dado en el blanco, porque ella tuvo que volver la cara para que no se le notara el rubor.
                    Un rubor ardiente,  juvenil,  con  vida propia, cuya  impertinencia  le revolvió el  disgusto
                    contra sí misma. Florentino Ariza tuvo buen cuidado de derivar hacia otros temas menos
                    ásperos, pero su gentileza fue tan evidente que ella se supo descubierta, y eso aumentó
                    su rabia. Fue un mal martes. Ella estuvo a punto de pedirle que no volviera más, pero la
                    idea de una pelea de novios le pareció tan ridícula a la edad y en la situación de ambos,
                    que le causó una crisis de risa. El martes siguiente, cuando Florentino Ariza ponía la rosa
                    en el florero, ella se escudriñó la conciencia y comprobó con alegría que no le quedaba de
                    la semana anterior ni el menor vestigio de resentimiento.
                          Las visitas empezaron a adquirir muy pronto una incómoda amplitud familiar, pues
                    el doctor Urbino Daza y su esposa aparecían a veces como por casualidad, y se quedaban
                    jugando barajas. Florentino  Ariza  no sabía jugar, pero Fermina le  enseñó en una  sola
                    visita, y ambos les mandaron a los esposos Urbino Daza un desafío escrito para el martes
                    siguiente. Eran  encuentros tan  agradables  para todos,  que se oficializaron  con tanta
                    rapidez como las visitas, y se establecieron  normas  para los aportes de  cada  uno. El
                    doctor Urbino Daza y su esposa, que era una repostera excelente, contribuían con tartas
                    originales, cada vez distintas. Florentino  Ariza  siguió llevando las  curiosidades  que
                    encontraba en los barcos de Europa, y Fermina Daza se  las ingeniaba para procurarse
                    cada semana una sorpresa nueva. Los torneos se jugaban el tercer martes de cada mes,
                    y no se hacían apuestas en dinero, pero  al  perdedor se le  imponía  una contribución
                    especial para la partida siguiente.
                          El doctor Urbino Daza correspondía a su imagen pública: era de recursos escasos,
                    de maneras  torpes, y  sufría  de unos  sobresaltos  súbitos, ya  fueran de alegría o  de
                    disgusto, y de unos rubores inoportunos que hacían temer por su fortaleza mental. Pero
                    era sin lugar a dudas, y se le notaba demasiado a primera vista, lo que Florentino Ariza
                    temía más que se dijera de él: un hombre bueno. Su mujer, en cambio, era vivaz y con
                    una  chispa  plebeya,  oportuna  y certera, que le daba un toque más humano  a su
                    elegancia. No podía desearse una pareja mejor para jugar a las cartas, y la insaciable
                    necesidad de amor de  Florentino Ariza quedó  colmada  con la  ilusión de  sentirse en
                    familia.
                          Una  noche, cuando salían juntos  de la casa, el  doctor  Urbino Daza le pidió que
                    almorzara con él: “Mañana,  a  las doce y media en  punto, en el Club Social”. Era  un
                    manjar exquisito  con un vino  envenenado:  el Club  Social  se  reservaba  el  derecho  de
                    admisión  por  motivos  diversos, y uno de  los más  importantes  era la condición de  hijo
                    natural. El tío León XII había tenido experiencias irritantes en ese sentido, y el mismo
                    Florentino Ariza  había sufrido  la  vergüenza  de que lo  hicieran salir cuando  ya estaba
                    sentado a la mesa, por invitación de un socio fundador. Éste, a quien Florentino Ariza le
                    hacía favores difíciles en el comercio fluvial, no tuvo más recurso que llevarlo a comer a
                    otra parte.
                    170  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
   165   166   167   168   169   170   171   172   173   174   175