Page 173 - Amor en tiempor de Colera
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Florentino Ariza insistió en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de
                    Los Evangelios, los  escondites  de  las cartas en  el camino de la escuela, las clases de
                    bordado bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una
                    pregunta  que  parecía casual en  medio  de otros comentarios triviales:  “¿Por qué te
                    empeñas en hablar de lo que no existe?”. Más tarde le reprochó la terquedad estéril de
                    no dejarse envejecer con naturalidad. Esa era, según ella, la causa de su precipitación y
                    sus  descalabros  constantes en la evocación  del  pasado. No  entendía cómo  un  hombre
                    capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le habían dado para sobrellevar la viudez,
                    se enredaba de aquel modo infantil cuando trataba de aplicarlas a su propia vida.
                          Los papeles se invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos
                    para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja
                    que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pues nunca fue tan buen alumno como ella.
                    La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo, los
                    deseos locos de verla, todo le demostraba que sus temores de la caída habían sido más
                    certeros  y  trágicos de lo que  había previsto. Por primera  vez  empezó  a pensar de un
                    modo racional en la realidad de la muerte.

                          Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le
                    aplicaba las lavativas, le ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las
                    úlceras de la espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad
                    le causara otros males peores. Los sábados y domingos la relevaba América Vicuña, que
                    en  diciembre de  aquel año  debía recibir su  grado de  maestra. Él le  había  prometido
                    mandarla  a un curso superior  en  Alabama por cuenta de la compañía fluvial, en parte
                    para amordazar la conciencia, y sobre todo para no enfrentarse a los reproches que ella
                    no  encontraba cómo  hacer,  ni a las explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se
                    imaginó cuánto sufría ella en sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él,
                    en su vida sin él, porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial
                    del  colegio que del primer  lugar que  ella  ocupaba siempre había  pasado al  último, y
                    estaba  a punto de ser  reprobada  en  los exámenes  finales. Pero eludió su  deber de
                    acudiente:  no les informó  nada a los padres de América Vicuña, impedido por un
                    sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con ella, por un
                    temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso. Así que dejó las cosas
                    como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de
                    que los resolviera la muerte.
                          No sólo las dos mujeres que se ocupaban de él, sino el mismo Florentino Ariza, se
                    sorprendían de cuánto había cambiado. Apenas diez años antes había asaltado a una de
                    sus  criadas detrás de la escalera  principal de la  casa, vestida  y de  pie, y en menos
                    tiempo que  un gallo  filipino la  dejó  en  estado de  gracia. Tuvo que regalarle una casa
                    amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical
                    que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros
                    de zafra, los obligaron a casarse. No parecía posible que fuera el mismo hombre, aquel
                    que  manoseaban al  derecho y al  revés dos  mujeres  que hacía apenas unos  meses lo
                    hacían temblar de amor, que lo jabonaban por arriba y por debajo, lo secaban con toallas
                    de algodón egipcio y le daban masajes de cuerpo entero, sin que soltara un suspiro de
                    turbación. Cada quien tenía una explicación distinta para su inapetencia. Leona Cassiani
                    pensaba que eran los preludios de la muerte. América Vicuña le atribuía un origen oculto
                    cuya traza no acertaba a desentrañar. Sólo él sabía la verdad, y tenía nombre propio. De
                    todos modos era injusto: más padecían ellas sirviéndole que él siendo tan bien servido.
                          Sólo tres martes le bastaron a Fermina Daza para darse cuenta de la falta que le
                    hacían las visitas de Florentino Ariza. Lo pasaba muy bien con las amigas asiduas, mejor
                    aún a medida que el tiempo la alejaba de las costumbres del esposo. Lucrecia del Real
                    del Obispo había ido a Panamá a hacerse ver de un dolor de oído que no cedía con nada,
                    y regresó  muy  aliviada al cabo  de un mes, pero oyendo menos que  antes con una
                    trompetita que se ponía en la oreja. Fermina Daza era la amiga que toleraba mejor sus
                    confusiones de preguntas y respuestas, y esto estimulaba tanto a Lucrecia que casi no


                                                                              Gabriel García Márquez  173
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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