Page 169 - Amor en tiempor de Colera
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Se despidió pasadas las seis, cuando empezaron a encender las luces de la casa.
Se sentía más seguro, pero sin demasiadas ilusiones, porque no olvidaba el carácter
voluble y las reacciones imprevistas de Fermina Daza a los veinte años, y no tenía
razones para pensar que hubiera cambiado. Por eso se atrevió a preguntarle con una
humildad sincera si podía volver otro día, y la respuesta volvió a sorprenderlo.
-Vuelva cuando quiera -dijo ella---. Casi siempre estoy sola.
Cuatro días después, el martes, volvió sin anunciarse, y ella no esperó a que
sirvieran el té para hablarle de cuánto le habían servido sus cartas. Él dijo que no eran
cartas en un sentido estricto, sino hojas sueltas de un libro que le hubiera gustado
escribir. También ella lo había entendido así. Tanto, que pensaba devolvérselas, si él no
lo tomaba como un desaire' para que les diera un mejor destino. Siguió hablando del
bien que le habían hecho en el duro trance que estaba viviendo, y lo hacía con tanto
entusiasmo, con tanta gratitud, tal vez con tanto afecto, que Florentino Ariza se atrevió a
dar algo más que un paso en firme: un salto mortal.
-Antes nos tuteábamos -dijo.
Era una palabra prohibida: antes. Ella sintió pasar el ángel quimérico del pasado, y
trató de eludirlo. Pero él fue más a fondo: “Quiero decir, en nuestras cartas de antes”.
Ella se disgustó, y tuvo que hacer un esfuerzo serio para que no se le notara. Pero él se
dio cuenta, y comprendió que debía avanzar con más tacto, aunque el tropiezo le enseñó
que ella seguía siendo tan arisca como cuando era joven, pero había aprendido a serlo
con dulzura.
-Quiero decir---dijoél- que estas cartas son otra cosa muy distinta.
-Todo ha cambiado en el mundo -dijo ella.
-Yo no -dijo él-. ¿Y usted?
Ella se quedó con la segunda taza de té a mitad de camino y lo increpó con unos
ojos que habían sobrevivido a la inclemencia.
-Ya da lo mismo -dijo-. Acabo de cumplir setenta y dos años.
Florentino Ariza recibió el golpe en el centro del corazón. Hubiera querido
encontrar una réplica con la rapidez y el instinto de una saeta, pero lo venció el peso de
la edad: nunca se había sentido tan agotado con una conversación tan breve, le dolía el
corazón, y cada golpe repercutía con una resonancia metálica en sus arterias. Se sintió
viejo, triste, inútil, y con unos deseos de llorar tan urgentes que no pudo hablar más.
Terminaron la segunda taza en un silencio surcado de presagios, y cuando ella volvió a
hablar fue para pedirle a una criada que le llevara la carpeta de las cartas. Él estuvo a
punto de pedirle que las guardara para ella, pues había dejado copias de papel carbón,
pero pensó que esta precaución iba a parecer innoble. No había nada más que hablar.
Antes de despedirse, él sugirió volver el otro martes a la misma hora. Ella se preguntó si
debía ser tan condescendiente.
-No veo qué sentido tendrían tantas visitas -dijo.
-Yo no había pensado que tuvieran ninguno -dijo él.
De modo que volvió el martes a las cinco, y luego todos los martes siguientes, sin
la convención del anuncio, porque las visitas semanales se habían incorporado a la rutina
de ambos al final del segundo mes. Florentino Ariza llevaba galletitas inglesas para el té,
castañas confitadas, aceitunas griegas, pequeñas delicias de salón que encontraba en los
transatlánticos. Un martes le llevó la copia del retrato de ella e Hildebranda, tomado por
el fotógrafo belga hacía más de medio siglo, que él había comprado por quince céntimos
en un remate de tarjetas postales del Portal de los Escribanos. Fermina Daza no pudo
entender cómo había llegado hasta allí, ni él pudo entenderlo sino como un milagro del
amor. Una mañana, mientras cortaba rosas de su jardín, Florentino Ariza no pudo resistir
la tentación de llevarle una en la próxima visita. Fue un problema difícil en el lenguaje de
las flores por tratarse de una viuda reciente. Una rosa roja, símbolo de una pasión en
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El amor en los tiempos del cólera