Page 164 - Amor en tiempor de Colera
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empezado a pesarle en el momento mismo en que la mandó, pero desde el encabezado
señorial y los propósitos del primer párrafo comprendió que algo había cambiado en el
mundo. Quedó tan intrigada, que se encerró en el dormitorio para leerla con tranquilidad
antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar aliento.
Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían
pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le
desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban,
nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de
que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de
dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se le revelaba un Florentino Ariza
desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de su
juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las palabras del
hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este
pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó
a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una
tentativa de reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble
de borrar el pasado.
Las cartas siguientes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos,
después de leerlas con un interés creciente, aunque a medida que las quemaba iba
quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando empezó a
recibirlas numeradas encontró una justificación moral que estaba deseando para no
destruirlas. Su intención inicial, en todo caso, no era conservarlas para ella, sino esperar
una ocasión de devolvérselas a Florentino Ariza para que no fuera a perderse algo que a
ella le parecía de tanta utilidad humana. Lo malo fue que el tiempo pasó y las cartas
siguieron llegando, una cada tres o cuatro días de todo el año, y ella no supo cómo
devolverlas sin que pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin tener que
explicarlo en una carta que su orgullo se negaba a escribir.
Le había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado
del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos,
en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba
sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y hueso,
donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él estaba allí, todavía
vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin sus exigencias patriarcales, sin la necesidad
agotadora de que ella lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras
tiernas con que él la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo,
entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que
parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el
colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”.
El se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas
diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le echó encima todo el peso de su
sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un buen
matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda
ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido
en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas
felices.
En los tantos viajes por el mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba
la atención por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se
complacía en racionalizar, y eran cosas bellas y útiles mientras estaban en su medio de
origen, en las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o en las de aquel Nueva York
trepidante del charleston donde empezaban a crecer los rascacielos, pero no soportaban
la prueba de los valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores a cuarenta
grados a la sombra. Así que regresaba con media docena de baúles verticales, enormes,
de metal charolado con cerraduras y esquinas de cobre como férétros de fantasía, dueña
y señora de las últimas maravillas del mundo, que sin embargo no valían su precio en
oro sino en el instante fugaz en que alguien de su mundo local las veía por una vez. Pues
164 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera