Page 163 - Amor en tiempor de Colera
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agotaba. Después de rondar la quinta de La Manga durante varios días, comprendió que
                    aquel método  juvenil no lograría romper  las  puertas  condenadas por el luto.  Una
                    mañana, buscando un número en el directorio de teléfonos, se encontró por casualidad
                    con el de ella. Llamó. El timbre sonó muchas veces, y por fin reconoció la voz, seria y
                    afónica: “¿A ver?”. Colgó sin hablar, pero la distancia infinita de aquella voz inasible le
                    resintió la moral.
                          Por esos días, Leona Cassiani celebró su cumpleaños, e invitó un reducido grupo
                    de amigos a su casa. Él estuvo distraído y se echó encima la salsa del pollo. Ella le limpió
                    la solapa mojando la punta de la servilleta en el vaso de agua, y después se la puso de
                    babero  para impedir un accidente mayor:  quedó  como un  bebé viejo.  Notó  que  varias
                    veces durante la comida se quitó los lentes para secarlos con el pañuelo, porque los ojos
                    le lloraban. A la hora del café se durmió con la taza en la mano, y ella trató de quitársela
                    sin despertarlo, pero él reaccionó avergonzado: “Sólo estaba reposando la vista”. Leona
                    Cassiani se acostó sorprendida de cuánto había empezado a notársele la vejez.
                          En el primer aniversario de la muerte de Juvenal Urbino, la familia envió esquelas
                    de invitación a una misa conmemorativa en la catedral. Para entonces, Florentino Ariza
                    había mandado la carta número ciento treinta y dos sin haber recibido de vuelta ninguna
                    señal,  y esto  lo  impulsó a la decisión  audaz de asistir a la misa  aunque  no  estuviera
                    invitado. Fue un acontecimiento social más fastuoso que conmovedor. Los escaños de las
                    primeras filas, reservados con carácter vitalicio y hereditario, tenían en el espaldar una
                    placa de  cobre  con  el nombre del dueño. Florentino Ariza llegó entre los  primeros
                    invitados para sentarse en un sitio por donde Fermina Daza no pudiera pasar sin verlo.
                    Pensó  que los  mejores serían  los  de la nave  central a continuación de  los  escaños
                    reservados, pero  era tanta la  concurrencia que tampoco allí  encontró  un lugar  libre, y
                    tuvo  que  sentarse en la nave de los  parientes  pobres.  Desde allí vio  entrar a Fermina
                    Daza del brazo de su  hijo,  vestida de  terciopelo  negro  hasta los puños, sin ningún
                    aderezo, con una botonadura continua desde el cuello hasta la punta de los pies, como
                    una sotana de obispo, y una chalina de encaje castellano en vez del sombrero con velillo
                    de  las otras viudas, y  aun  de muchas señoras ansiosas de serlo.  El rostro descubierto
                    tenía  un resplandor de alabastro, los  ojos  lanceolados  vivían  con  vida  propia bajo las
                    enormes arañas de la nave central, y caminaba tan derecha, tan altiva, tan dueña de sí,
                    que no parecía mayor que el hijo. Florentino Ariza, de pie, apoyó la punta de los dedos
                    en el respaldo del escaño hasta que pasó de largo el vahído, porque sintió que él y ella
                    no estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes.
                          Fermina Daza soportó la ceremonia en el escaño familiar frente al altar mayor, de
                    pie casi todo el tiempo, con la misma prestancia con que asistía a la ópera. Pero al final
                    rompió las normas de la liturgia, y no permaneció en su lugar para recibir la renovación
                    de las condolencias, de acuerdo con los usos vigentes, sino que se abrió paso para darle
                    las gracias a cada uno de los invitados: un gesto renovador que iba muy de acuerdo con
                    su  modo  de ser.  Saludando  a unos  y  a  otros llegó hasta los  escaños de los parientes
                    pobres, y por último miró en torno suyo para asegurarse de que no le faltaba saludar a
                    nadie conocido. Florentino Ariza sintió entonces que un viento sobrenatural lo sacó de su
                    centro: ella lo había visto. Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con
                    la soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una sonrisa
                    muy dulce:

                          -Gracias por haber venido.
                          Pues no sólo había  recibido las cartas,  sino que las  había leído con un grande
                    interés, y había  encontrado en  ellas  serios motivos  de reflexión  para seguir viviendo.
                    Estaba en la mesa, desayunando con su hija, cuando recibió la primera. La abrió por la
                    curiosidad de que estuviera escrita a máquina, y un rubor súbito le abrasó el rostro al
                    reconocer la inicial  de la firma.  Pero  lo asimiló  al instante y  se guardó la carta en el
                    bolsillo del delantal. Dijo: “Es un pésame del gobierno”. La hija se sorprendió: “Ya han
                    llegado todos”. Ella no se inmutó: “Este es otro”. Su propósito era quemar la carta más
                    tarde, lejos de las preguntas de la hija,  pero no  pudo resistir  la tentación de  echarle
                    antes una  ojeada. Esperaba una réplica  merecida  a  su carta  de injurias,  que  había
                                                                              Gabriel García Márquez  163
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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