Page 165 - Amor en tiempor de Colera
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para eso habían  sido  compradas: para  que  los otros las vieran una  vez.  Ella  había
                    tomado conciencia  de la  vanidad  de su imagen  pública desde  mucho  antes de  que
                    empezara a envejecer, y a menudo se le oía decir en la casa: “Hay que salir de tantos
                    chécheres que ya no dejan dónde vivir”. El doctor Urbino se burlaba de sus propósitos
                    estériles, pues sabía que los espacios liberados sólo iban a servir para llenarlos de nuevo.
                    Pero ella insistía, porque en verdad no había sitio para una cosa más, ni había en ningún
                    sitio una cosa que en realidad sirviera para algo, como camisas colgadas en las manijas
                    de las puertas o abrigos de inviernos europeos apretujados en los armarios de la cocina.
                    Así que una mañana en que se levantaba con el espíritu alzado echaba abajo los roperos,
                    vaciaba los baúles, desmantelaba los desvanes, y armaba un desmadre de guerra con los
                    montones de ropa demasiado vista, los sombreros que nunca se puso porque no hubo
                    ocasión mientras estuvieron de moda, los zapatos copiados por los artistas de Europa de
                    los que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí eran despreciados por
                    las señoritas de alcurnia por ser idénticos a los que compraban las negras en el mercado
                    para andar por casa. Durante toda la mañana la terraza interior permanecía en estado de
                    emergencia, y costaba trabajo respirar en la casa por las ráfagas acres de las bolas de
                    naftalina. Pero la calma se restablecía en pocas horas, pues al final ella se compadecía de
                    tanta seda tirada por los suelos, tantos brocados sobrantes  y desperdicios de
                    pasamanería, tantas colas de zorros azules condenados a la hoguera.
                          -Esto es pecado quemarlo -decía---, con tanta gente que no tiene ni que comer.
                          Así que la quemazón se aplazaba, se aplazó siempre, y las cosas no hacían sino
                    cambiar de lugar, de sus sitios de privilegio a las antiguas caballerizas transformadas en
                    depósito de saldos, mientras los espacios liberados, tal como él lo decía, empezaban a
                    llenarse de nuevo, a desbordarse de cosas que vivían un instante y se iban a morir en los
                    roperos: hasta la siguiente quemazón. Ella decía: “Habría que inventar qué se hace con
                    las cosas  que  no sirven para  nada pero que tampoco se pueden  botar”. Así era: la
                    aterrorizaba la  voracidad  con que  los objetos  iban invadiendo los espacios de vivir,
                    desplazando a los humanos, arrinconándolos, hasta que Fermina Daza los ponía donde
                    no se vieran. Pues no era tan ordenada como se creía, sino que tenía un método propio y
                    desesperado para parecerlo: escondía el desorden. El día en que murió Juvenal Urbino
                    tuvieron  que desocupar la  mitad  del  estudio y  amontonar las cosas  en los dormitorios
                    para tener un espacio donde velarlo.
                          El paso de la muerte por la casa dejó la solución. Una vez que quemó la ropa del
                    marido, Fermina Daza  se dio  cuenta  de que el  pulso no le  había  temblado, y con  el
                    mismo impulso siguió prendiendo la hoguera cada cierto tiempo, echándolo todo, lo viejo
                    y lo nuevo, sin pensar en la envidia de los ricos ni en la retaliación de los pobres que se
                    morían de hambre. Por último, hizo cortar de raíz el palo de mango hasta que no quedó
                    ningún vestigio de la desgracia, y regaló el loro vivo al nuevo Museo de la Ciudad. Sólo
                    entonces respiró a su gusto en una casa como siempre la había soñado: amplia, fácil y
                    suya.
                          Ofelia, la hija, la acompañó tres meses y volvió a Nueva Orleans. El hijo traía a los
                    suyos a almorzar en familia los domingos, y cada vez que podía durante la semana. Las
                    amigas más cercanas de Fermina Daza empezaron a visitarla una vez superada la crisis
                    del  duelo,  jugaban a  las barajas frente  al patio  pelado, ensayaban  nuevas recetas de
                    cocina, la ponían al día sobre la vida secreta del mundo insaciable que seguía existiendo
                    sin ella. Una de las más asiduas fue Lucrecia del Real del Obispo, una aristócrata a la
                    antigua con quien siempre  mantuvo  una  buena  amistad, y que  se acercó más a  ella
                    desde la muerte de Juvenal Urbino. Envarada por la artritis y arrepentida de su mal vivir,
                    Lucrecia del Real le llevaba entonces no sólo la mejor compañía, sino que le consultaba
                    los proyectos cívicos y mundanos que se preparaban en la ciudad, y esto la hacía sentirse
                    útil por ella misma y no por la sombra protectora del marido. Sin embargo, nunca como
                    entonces se le identificó tanto con él, pues le quitaron el nombre de soltera con el que
                    siempre la habían llamado, y empezó a ser la viuda de Urbino.
                          Le parecía inconcebible, pero a medida que se aproximaba el primer aniversario de
                    la muerte del esposo, Fermina Daza se sentía entrando en un ámbito sombreado, fresco,
                                                                              Gabriel García Márquez  165
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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