Page 168 - Amor en tiempor de Colera
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Ella había estado en el primer viaje en globo, y no había sufrido ningún sobresalto, pero
                    apenas si podía creer que fuera la misma que se atrevió a semejante aventura. Dijo: “Es
                    distinto”. Queriendo decir que era ella la que había cambiado, no los modos de viajar.
                          A veces la  sorprendía el ruido de los  aviones. Los había  visto pasar muy bajos,
                    haciendo maniobras acrobáticas, en el centenario de la muerte de El Libertador. Uno de
                    ellos,  negro como un gallinazo  enorme, pasó rozando  los  techos  de  las casas de La
                    Manga, dejó un pedazo de ala  en un árbol  vecino,  y  quedó colgado  de los  cables
                    eléctricos. Pero ni aun así había asimilado Fermina Daza la existencia de los aviones. Ni
                    siquiera había tenido la curiosidad de  ir  en  los  últimos años hasta  la ensenada  de
                    Manzanillo, donde acuatizaban los hidroaviones después de que las lanchas del resguardo
                    espantaban las canoas de pescadores y los botes de recreo, cada vez más numerosos.
                    Así de vieja como estaba la habían escogido para recibir con un ramo de rosas a Charles
                    Lindbergh cuando vino en su  vuelo  de buena voluntad,  y  no  entendió cómo  podía
                    elevarse un hombre tan grande, tan rubio, tan guapo, dentro de un aparato que parecía
                    de hojalata arrugada, y que dos mecánicos empujaron por la cola para ayudarlo a subir.
                    La  idea  de  que unos aviones  que no eran mucho más  grandes pudieran llevar ocho
                    personas no le cabía en la cabeza. En cambio, había oído decir que los buques fluviales
                    eran una delicia porque no se balanceaban como los de mar, pero tenían otros peligros
                    más graves, como los bancos de arena y los asaltos de bandoleros.
                          Florentino  Ariza le explicó que todo  eso  eran leyendas  de otros  tiempos: los
                    buques actuales tenían un salón de baile, camarotes tan amplios y lujosos como cuartos
                    de hotel, con baño privado  y  ventiladores eléctricos, y  desde la  última guerra  civil no
                    había más asaltos  armados. Le explicó  además,  con  la satisfacción  de  un  triunfo
                    personal, que  estos progresos se debían  más que nada  a la libertad de navegación
                    propugnada por él, que había estimulado la competencia: en vez de una empresa única,
                    como antes, había tres muy activas y prósperas. Sin embargo, el rápido progreso de la
                    aviación  era un peligro real para todos. Ella trató de  consolarlo:  los buques  existirían
                    siempre, porque  no  eran  muchos los locos  dispuestos a  meterse en un  aparato que
                    parecía ser contra natura. Por último, Florentino Ariza habló de los avances del correo,
                    tanto en el transporte como en el reparto, tratando de que ella le hablara de sus cartas.
                    Pero no lo consiguió.
                          Poco después,  sin embargo,  la  ocasión llegó sola. Se habían alejado  mucho del
                    tema, cuando  una criada los interrumpió para  entregarle  a Fermina  Daza  una  carta
                    recibida en ese instante por el correo urbano especial, de creación reciente, que utilizaba
                    el mismo sistema de reparto de los telegramas. Ella no pudo encontrar las gafas de leer,
                    como le ocurría siempre. Florentino Ariza se mantuvo sereno.

                          -No será necesario -dijo-: esa carta es mía.
                          Así era. La había escrito el día anterior, en un terrible estado de depresión por no
                    haber podido superar la vergüenza de su primera visita frustrada. En ella se excusaba
                    por la impertinencia de querer  visitarla sin  permiso previo, y desistía  del propósito de
                    volver. La había echado en el buzón sin pensarlo dos veces, y cuando reflexionó ya era
                    demasiado  tarde para recuperarla.  Sin embargo, no  le parecieron necesarias  tantas
                    explicaciones, sino que le pidió a Fermina Daza el favor de no leer la carta.
                          -Claro -dijo ella-. Al fin y al cabo, las cartas son del que las escribe. ¿No es cierto?
                          Él dio un paso firme.
                          -Así es -dijo-. Por eso es lo primero que se devuelve cuando hay una ruptura.
                          Ella pasó por alto la intención y le devolvió la carta, diciendo: “Es una lástima que
                    no pueda leerla, porque las otras me han servido mucho”. Él respiró a fondo, sorprendido
                    de que ella hubiera dicho de un modo tan espontáneo mucho más de lo que él esperaba,
                    y le dijo: “No se imagina qué feliz me hace saberlo”. Pero ella cambió el tema, y él no
                    consiguió que lo reanudara en el resto de la tarde.



                    168  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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