Page 167 - Amor en tiempor de Colera
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Una torcedura de las tripas como un eje de espiral lo levantó en el asiento, la espuma de
                    su vientre cada vez más espesa y dolorosa emitió un quejido, y lo dejó cubierto de un
                    sudor helado. La criada que le llevaba el café se asustó de su semblante de muerto. Él
                    suspiró: “Es el calor”. Ella abrió la ventana, creyendo complacerlo, pero el sol de la tarde
                    le dio de lleno en la cara, y tuvieron que cerrarla de nuevo. Él había comprendido que no
                    soportaría un minuto más, cuando apareció Fermina Daza casi invisible en la penumbra,
                    y se asustó de verlo en semejante estado.
                          -Puede quitarse el saco -le dijo.
                          Más que la torcedura  mortal, a  él  le hubiera dolido que ella  alcanzara  a oír  el
                    borboriteo de sus tripas. Pero logró sobrevivir un instante apenas para decir que no, que
                    sólo  había pasado  a preguntarle cuándo  podía recibirle  una  visita. Ella,  de pie,
                    desconcertada, le dijo: “Pues ya está aquí”. Y lo invitó a seguir hasta la terraza del patio
                    donde habría menos  calor.  Él  se negó con una  voz que  a ella  le pareció más bien un
                    suspiro de lástima.
                          -Le ruego que sea mañana -dijo.

                          Ella recordó que mañana era jueves, día de la visita puntual de Lucrecia del Real
                    del Obispo, pero le dio una solución inapelable: “Pasado mañana a las cinco”. Florentino
                    Ariza se lo agradeció, le hizo una despedida de emergencia con el sombrero, y se fue sin
                    probar el café. Ella permaneció perpleja en el centro de la sala, sin entender qué era lo
                    que acababa de ocurrir, hasta  que se extinguió en el fondo de la calle el petardeo del
                    automóvil. Florentino  Ariza buscó entonces  la posición  menos dolorida  en  el  asiento
                    posterior, cerró los ojos, aflojó los músculos, y se entregó a la voluntad del cuerpo. Fue
                    como  volver a nacer. El chofer, que  después de tantos años  a su servicio ya no se
                    sorprendía de nada, se mantuvo impasible. Pero al abrirle la portezuela frente al portal
                    de la casa, le dijo:
                          -Tenga cuidado, don Floro, eso parece el cólera.
                          Pero era  lo de  siempre. Florentino Ariza se lo agradeció a Dios  el  viernes a  las
                    cinco en punto, cuando la criada lo condujo a través de la penumbra de la sala hasta la
                    terraza del patio,  y allí  encontró a  Fermina Daza  junto a  una  mesita  puesta para  dos
                    personas. Le ofreció té, chocolate o café. Florentino Ariza pidió café, muy caliente y muy
                    fuerte, y ella ordenó a la criada: “Para mí lo de siempre”. Lo de siempre era una infusión
                    bien cargada de diversas clases de tés orientales, que le alzaban el ánimo después de la
                    siesta. Cuando ella terminó con la marmita, y él con la jarra de café, ya ambos habían
                    intentado e interrumpido varios temas, no tanto porque de veras les interesaran, como
                    por eludir los otros que ni él ni ella se atrevían a tocar. Ambos estaban intimidados, sin
                    entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de
                    nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al
                    otro a tan corta distancia y con bastante  tiempo para verse  con serenidad después de
                    medio siglo, y ambos se habían visto como eran: dos ancianos acechados por la muerte,
                    sin nada en común, aparte del recuerdo de un pasado efímero que ya no era de ellos sino
                    de dos jóvenes desaparecidos que habrían podido ser sus nietos.
                          Ella pensó que él iba a convencerse por fin de la irrealidad de su sueño, y eso iba
                    a redimirlo de su impertinencia.

                          Para  evitar silencios incómodos  o temas  indeseables, ella  hizo preguntas  obvias
                    sobre los buques fluviales. Parecía mentira que él, siendo el dueño, sólo hubiera viajado
                    una vez, hacía muchos años, cuando no tenía nada que ver con la empresa. Ella no sabía
                    el motivo, y él hubiera dado el alma por decírselo. Tampoco ella conocía el río. Su marido
                    compartía la aversión a los aires andinos, y la disimulaba con argumentos variados: los
                    peligros de la altura para el corazón, el riesgo de una pulmonía, la doblez de la gente, las
                    injusticias del centralismo. Así que conocían medio mundo pero no conocían su país. En
                    la actualidad había un hidroavión Junkers que iba de pueblo en pueblo por la cuenca de
                    La Magdalena, como un saltamontes de aluminio, con dos tripulantes, seis pasajeros y
                    las sacas del correo. Florentino Ariza comentó: “Es como un cajón de muerto por el aire”.

                                                                              Gabriel García Márquez  167
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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