Page 161 - Amor en tiempor de Colera
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corazón los resabios del pasado, y aunque tenía previsto que ella le devolviera cien
cartas antes de atreverse a abrir la primera, prefería que no ocurriera ni una vez. Así que
planeó hasta el último detalle como una guerra final: todo tenía que ser diferente para
suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya
había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión desatinada, capaz de
darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los prejuicios de una clase que no
había sido la suya original, pero que había terminado por serlo más que de otra
cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no
era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.
Tuvo el buen sentido de no esperar una contestación inmediata, pues le bastaba
con que la carta no le fuera devuelta. No lo fue, como no lo fue ninguna de las
siguientes, y a medida que pasaban los días se aceleraba su ansiedad, pues cuantos más
días pasaran sin devoluciones más aumentaba la esperanza de una respuesta. La
frecuencia de sus cartas empezó condicionada por la habilidad de sus dedos: primero una
por semana, después dos, y por fin una diaria. Se alegró del progreso del correo desde
sus tiempos de abanderado, pues no hubiera corrido el riesgo de dejarse ver a diario en
la Agencia Postal poniendo una carta para una misma persona, ni de enviarla con alguien
que pudiera contarlo. En cambio, era muy fácil mandar un empleado a comprar las
estampillas para todo un mes, y después deslizar la carta en uno de los tres buzones
repartidos en la ciudad vieja. Muy pronto incorporó aquel rito a su rutina: aprovechaba
los insomnios para escribir, y al día siguiente, de paso para la oficina, le pedía al chofer
que parara un minuto frente a un buzón de esquina y él mismo se bajaba a echar la
carta. Nunca permitió que el chofer lo hiciera por él, como lo pretendió una mañana de
lluvia, y a veces tomaba la precaución de no Revar una sino varias cartas al mismo
tiempo para que pareciera más natural. El chofer no sabía, desde luego, que las cartas
suplementarias eran hojas en blanco que Florentino Ariza se dirigía a sí mismo, pues
nunca había mantenido correspondencia privada con nadie, salvo el informe de tutor que
mandaba a fines de cada mes a los padres de América Vicuña con sus impresiones
personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus
estudios.
Empezó a numerar las cartas a partir del primer mes, y a encabezarlas con un
resumen de las anteriores como los folletines en serie de los periódicos, por temor de
que Fermina Daza no cayera en la cuenta de que tenían una cierta continuidad. Cuando
se hicieron diarias, además, cambió los sobres con viñetas de luto por sobres blancos y
alargados, y esto acabó de darles la impersonalidad cómplice de las cartas comerciales.
Cuando empezó estaba dispuesto a someter su paciencia a una prueba mayor, al menos
hasta no tener una evidencia de que estaba perdiendo su tiempo con el único método
distinto que pudo concebir. Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le
causaban las esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin
nada más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para
entonces navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo
y en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde o de
siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de viuda solitaria
no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.
Mientras tanto, continuó con su vida regular. Previendo una respuesta favorable,
inició una segunda renovación de la casa para que fuera digna de quien habría podido
considerarse su dueña y señora desde que fue comprada. Volvió a visitar varias veces a
Prudencia Pitre, como se lo había prometido, para demostrarle que la amaba a pesar de
los estragos de la edad, a pleno sol y con las puertas abiertas, y no sólo en sus noches
de desamparo. Siguió pasando por la casa de Andrea Varón hasta que encontró apagada
la luz del baño, y trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para
no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca
desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga.
El único tropiezo fue el estado de su relación con América Vicuña. Le había
reiterado al chofer la orden de recogerla los sábados a las diez de la mañana en el
Gabriel García Márquez 161
El amor en los tiempos del cólera