Page 157 - Amor en tiempor de Colera
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-Estás como para un entierro -le dijo ella.
Así era. También ella había estado en la ventana desde las once, como casi toda la
ciudad, contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto
desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los truenos de
artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas de guerra, el desorden
de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las campanas de todas las iglesias,
que doblaban sin pausas desde el día anterior. Había visto desde el balcón los militares
de a caballo en uniforme de parada, las comunidades religiosas, los colegios, las largas
limusinas negras de la autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de
plumas y gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un
cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que seguían
manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar frente al balcón
de Prudencia Pitre, poco después del medio día, cuando se desplomó el diluvio, y el
cortejo se dispersó en estampida.
-Qué manera más absurda de morirse --dijo ella.
-La muerte no tiene sentido del ridículo -dijo él, y agregó con pena-: sobre todo a
nuestra edad.
Estaban sentados en la terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo
que ocupaba la mitad del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte,
gozando de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían
encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una hogaza
en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se quedó viuda y
sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la encontró en una época en que
habría recibido a cualquier hombre que quisiera acompañarla, aunque fuera alquilado por
horas, y lograron establecer una relación más seria y prolongada de lo que parecía
posible.
Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por
casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad,
a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo
sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara
acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de
amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó de donde
siempre llegaba con él: hasta donde no interfiriera su determinación de conservarse libre
para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos años, aun después que él
arregló las cosas para que Prudencia Pitre volvieraa casarse con un agente de comercio
que venía por tres meses y andaba de viaje otros tres, y con el que tuvo una hija y
cuatro hijos, uno de los cuales, según ella juraba, era de Florentino Ariza.
Conversaron sin preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a
compartir sus insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios
de viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había
recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos le dijo
que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo si quería, qué caraj
o, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos que vestidos. Él dijo que lo haría si
ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había
comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de
nadie.
Florentino Ariza, en un estado de exaltación que no había logrado apaciguar con
cuatro copas de oporto, siguió hablando del pasado, de los buenos recuerdos del pasado
que eran su tema único desde hacía tiempo, pero ansioso de encontrar en el pasado un
camino secreto para desahogarse. Pues era eso lo que le hacía falta: echar el alma por la
boca. Cuando percibió los primeros fulgores en el horizonte intentó una aproximación
sesgada. Preguntó, de un modo que parecía casual: “¿Qué harías si alguien te propusiera
matrimonio, así como estás, viuda y a tus años?”. Ella se rió, con una arrugada risa de
vieja, y preguntó a su vez:
Gabriel García Márquez 157
El amor en los tiempos del cólera