Page 156 - Amor en tiempor de Colera
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del muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la pradera
de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza. Así, pensaba
en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le
daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón.
Entonces se sentó en el escritorio del marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una
carta de tres pliegos irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames,
que le dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga
vida.
También para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La
noche en que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles
desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer con la
piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su asedio durante más
de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por la violencia de las aguas.
En algunas casas había hombres y mujeres medio desnudos tratando de salvar del
diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de
todos tenía algo que ver con el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe
estaban quietas en su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza
reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años antes, a
la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en lágrimas. Una
canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía algo que ver con la
muerte.
Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su
cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que
se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer. De modo
que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y vio que había
una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América Vicuña. Tuvo que hacer un
grande esfuerzo para no incurrir en la locura de abuelo de llevársela a las dos de la
madrugada, tibia de sueño entre sus pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.
En el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta sin
duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y en cualquier
circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la primera vez que él
llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero comprendió que ella era
demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que él fuera a llorar en su regazo
sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le
ocurrió que con ninguna podía estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era
diez años menor que él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de
encontrarse fue porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba' medio
ciega, y de veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella,
Florentino Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos
botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber siquiera si estaba
en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.
Prudencia Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que
él se identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le abrió sin
preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el vestido de paño negro,
el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del brazo, y ella no tenía ojos para
verlo como no fuera a plena luz, pero lo reconoció por el destello del farol en la montura
metálica de los espejuelos. Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.
-Asilo para un pobre huérfano -dijo.
Fue lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había
envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía de igual
modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se repusieran
del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las mataduras de la vida, y
volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno para el otro cuando se conocieron:
cuarenta años antes.
156 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera