Page 151 - Amor en tiempor de Colera
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América Vicuña, desnuda por completo, acabó de despertar.
-Debe ser por el Pentecostés -dijo.
Florentino Ariza no era experto ni mucho menos en los negocios de la iglesia, ni
había vuelto a misa desde que tocaba el violín en el coro con un alemán que le enseñó
además la ciencia del telégrafo, y de cuyo destino no se tuvo nunca una noticia cierta.
Pero sabía sin duda que las campanas no doblaban por el Pentecostés. Había un duelo en
la ciudad, por cierto, y él lo sabía. Una comisión de refugiados del Caribe había estado en
su casa aquella mañana para informarle que Jeremiah de Saint-Amour había amanecido
muerto en su taller de fotógrafo. Aunque Florentino Ariza no era su amigo cercano, lo era
de otros muchos refugiados que siempre lo invitaban a sus actos públicos, y sobre todo a
sus entierros. Pero estaba seguro de que las campanas no doblaban por Jeremiah de
SaintAmour, que era un incrédulo militante y un anarquista empedernido, y que además
había muerto por su propia mano.
-No -dijo-, unos dobles así sólo pueden ser de gobernador para arriba.
América Vicuña, con el pálido cuerpo atigrado por las rayas de luz de las persianas
mal cerradas, no tenía edad para pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del
almuerzo y estaban acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el
ventilador de aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de granizo de los
gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado. Florentino Ariza la amaba como
había amado a tantas otras mujeres casuales en su larga vida, pero a ésta la amaba con
más angustia que a ninguna porque tenía la certidumbre de estar muerto de viejo
cuando ella terminara la escuela superior.
El cuarto parecía más bien un camarote de barco, con paredes de listones de
madera muchas veces pintados encima de la pintura anterior, como los barcos, pero el
calor era más intenso que el de los camarotes de los buques del río a las cuatro de la
tarde, aun con el ventilador eléctrico colgado sobre la cama, por la reverberación del
techo metálico. No era un dormitorio formal sino un camarote de tierra firme mandado
construir por Florentino Ariza detrás de sus oficinas de la C.F.C., sin más propósitos ni
pretextos que los de tener una buena guarida para sus amores de viejo. En los días
ordinarios era difícil dormir allí con los gritos de los estibadores y el estruendo de las
grúas del puerto fluvial, y los bramidos enormes de los buques en el muelle. Sin
embargo, para la niña era un paraíso dominical.
El día de Pentecostés pensaban estar juntos hasta que ella tuviera que volver al
internado, cinco minutos antes del Ángelus, pero los dobles le hicieron recordar a
Florentino Ariza su promesa de asistir al entierro de Jeremiah de Saint-Amour, y se vistió
más de prisa que de costumbre. Antes, como siempre, le tejió a la niña la trenza solitaria
que él mismo le soltaba antes de hacer el amor, y la subió en la mesa para hacerle el
lazo de los zapatos del uniforme, que ella siempre hacía mal. La ayudaba sin malicia, y
ella lo ayudaba a ayudarla como si fuera un deber: ambos habían perdido la conciencia
de sus edades desde los primeros encuentros, y se trataban con la confianza de dos
esposos que se habían ocultado tantas cosas en esta vida que ya no les quedaba casi
nada para decirse.
Las oficinas estaban cerradas y a oscuras por el día feriado, y en el muelle
desierto había sólo un buque con las calderas apagadas. El bochorno anunciaba lluvias,
las primeras del año, pero la transparencia del aire y el silencio dominical del puerto
parecían de un mes benigno. Desde allí era más crudo el mundo que en la penumbra del
camarote, y dolían más los dobles aun sin saber por quién eran. Florentino Ariza y la niña
bajaron al patio de salitre que había servido de puerto negrero a los españoles y donde
todavía quedaban restos de la pesa y otros fierros carcomidos del comercio de esclavos.
El automóvil los esperaba a la sombra de las bodegas, y no despertaron al chofer
dormido sobre el volante mientras no estuvieron instalados en los asientos. El automóvil
dio la vuelta por detrás de las bodegas cercadas con alambre de gallinero, atravesó el
espacio del antiguo mercado de la bahía de las Ánimas, donde había adultos casi
desnudos
Gabriel García Márquez 151
El amor en los tiempos del cólera