Page 148 - Amor en tiempor de Colera
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-Si yo tuviera cincuenta años menos -le decía- me casaría con mi tocaya Leona.
                    No puedo imaginarme una esposa mejor.
                          Florentino Ariza temblaba con la idea de que su labor de tantos años se frustrara a
                    última hora por esta condición imprevista. Hubiera preferido renunciar, echarlo todo por
                    la  borda, morirse, antes que  fallarle  a  Fermina Daza. Por fortuna, el tío  León XII  no
                    insistió.  Cuando cumplió  los noventa y  dos años  reconoció al  sobrino  como heredero
                    único, y se retiró de la empresa.
                          Seis meses después,  por acuerdo  unánime de los  socios,  Florentino  Ariza  fue
                    nombrado  Presidente de  la  Junta  Directiva y Director  General. El día en  que tomó
                    posesión del cargo, después de la copa de champaña, el viejo león en retiro pidió excusas
                    por hablar sin levantarse del  mecedor, e improvisó  un breve discurso que  más bien
                    pareció una  elegía. Dijo que su  vida había empezado y terminaba  con  dos
                    acontecimientos providenciales. El primero fue que el Libertador lo había cargado en sus
                    brazos, en la población de Turbaco, cuando iba en su viaje desdichado hacia la muerte.
                    La otra había  sido  encontrar,  contra  todos  los obstáculos que  le había  interpuesto el
                    destino, un sucesor digno de su empresa. Al final, tratando de desdramatizar el drama,
                    concluyó:
                          -La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos
                    entierros, menos en el mío.
                          Para cerrar el acto, cómo no, cantó el aria del Adiós a la Vida, de Tosca. La cantó a
                    capella, como más le gustaba, y todavía con voz firme. Florentino  Ariza se conmovió,
                    pero apenas si lo dejó notar en el temblor de la voz con que dio las gracias. Tal como
                    había hecho  y pensado todo lo  que  había hecho  y pensado en la  vida, llegaba a la
                    cumbre sin ninguna otra causa que la determinación encarnizada de estar vivo y en buen
                    estado de salud en el momento de asumir su destino a la sombra de Fermina Daza.
                          Sin embargo, no sólo fue el recuerdo de ella el que lo acompañó aquella noche en
                    la fiesta que le ofreció Leona Cassiani. Lo acompañó el recuerdo de todas: tanto las que
                    dormían en  los cementerios,  pensando en él a  través de  las rosas que  les sembraba
                    encima, como  las que todavía  apoyaban la  cabeza sobre la misma  almohada en que
                    dormía el marido con los cuernos dorados bajo la luna. A falta de una deseó estar con
                    todas al mismo tiempo, como siempre que estaba asustado. Pues aun en sus épocas más
                    difíciles y en sus momentos peores, había mantenido algún vínculo, por débil que fuera,
                    con las incontables amantes de tantos años: siempre siguió el hilo de sus vidas.
                          Así que aquella noche se acordó de Rosalba, la más antigua de todas, la que se
                    llevó el trofeo de su virginidad, cuyo recuerdo seguía doliéndole como el primer día. Le
                    bastaba con cerrar los ojos para verla con el traje de muselina y el sombrero de largas
                    cintas de seda, meciendo la jaula del niño en la borda del buque. Varias  veces en los
                    años  numerosos de su edad lo tuvo  todo  listo para  ir  a buscarla sin saber  ni  siquiera
                    dónde, sin  conocer su  apellido, sin saber si  era  ella  la que  buscaba, pero seguro de
                    encontrarla en  cualquier parte entre  fflorestas de  orquídeas. Cada  vez, por un
                    inconveniente real de última hora, o por una falla intempestiva de su voluntad, el viaje se
                    aplazaba cuando ya estaban a punto de levar la tabla del buque:  siempre por un motivo
                    que tenía algo que ver con Fermina Daza.
                          Se acordó de la viuda de Nazaret, la única con la que profanó la casa materna de
                    la Calle de  las Ventanas, aunque  no  hubiera  sido él sino Tránsito Ariza quien la  hizo
                    entrar. A ella le  consagró  más comprensión  que  a  otra  ninguna, por ser la única que
                    irradiaba ternura de sobra como para sustituir a Fermina Daza, aun siendo tan lerda en
                    la cama.  Pero su  vocación de gata  errante,  más  indómita que  la misma fuerza  de su
                    ternura, los  mantuvo  a  ambos condenados  a la infidelidad.  Sin  embargo, lograron ser
                    amantes  intermitentes durante  casi treinta  años gracias a su  divisa de  mosqueteros:
                    Infieles, pero no desleales. Fue además la única por la que Florentino Ariza dio la cara:
                    cuando le avisaron que había muerto y que iba a ser enterrada de caridad, la enterró a
                    sus expensas y asistió solo al entierro.

                    148  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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