Page 143 - Amor en tiempor de Colera
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se habían tomado tres brandis cada uno, y él sabía, en efecto, que no era el hombre que
                    ella esperaba, y se alegró de saberlo.
                          -Bravo, leona -le dijo al marcharse-, hemos matado el tigre.
                          No  fue lo único que terminó  aquella  noche. El infundio  maligno del pabellón de
                    tísicos le  había  estropeado el ensueño, porque le infundió  la sospecha inconcebible de
                    que Fermina Daza era mortal, y por tanto podía morir antes que el esposo. Pero cuando
                    la vio tropezar a la salida del cine, dio por su propia cuenta un paso más hacia el abismo,
                    con la revelación súbita de  que era él y  no  ella  el que podía  morir primero.  Fue  un
                    presagio, y de los más temibles, porque estaba sustentado en la realidad. Detrás habían
                    quedado  los años de la espera inmóvil, de las  esperanzas venturosas,  pero en el
                    horizonte no  se  vislumbraba nada más que  el piélago insondable de las  enfermedades
                    imaginarias, las micciones gota a gota en las madrugadas de insomnio, la muerte diaria
                    al atardecer. Pensó que cada uno de los instantes del día, que antes habían sido más que
                    sus aliados sus cómplices juramentados, empezaban a conspirar en contra suya. Pocos
                    años antes había acudido a una cita aventurada con el corazón oprimido por el terror del
                    azar, había encontrado la puerta sin cerrojo y los goznes acabados de aceitar para que él
                    entrara sin ruido, pero se arrepintió en el último instante, por temor de causarle a una
                    mujer ajena y servicial el perjuicio irreparable de morirse en su cama. De modo que era
                    razonable pensar que la mujer más amada sobre la tierra, a la que había esperado desde
                    un siglo hasta el otro sin un suspiro de desencanto, apenas tendría tiempo de tomarlo del
                    brazo a través de una calle de túmulos lunares y canteros de amapolas desordenadas por
                    el viento, para ayudarlo a llegar sano y salvo a la otra acera de la muerte.
                          La verdad es que para los criterios de su época, Florentino Ariza había pasado de
                    largo  por los linderos de la  vejez. Tenía cincuenta  y seis años, muy bien  cumplidos,  y
                    pensaba que eran también los mejor vividos, porque fueron años de amor. Pero ningún
                    hombre de la época hubiera afrontado el ridículo de parecer joven a su edad, así lo fuera
                    o lo creyera, ni todos se hubieran atrevido a confesar sin vergüenza que aún lloraban a
                    escondidas por un desaire del siglo anterior. Era una mala época para ser joven: había
                    un modo de vestirse para cada edad, pero el modo de la vejez empezaba poco después
                    de la adolescencia, y duraba hasta la tumba. Era, más que una edad, una dignidad social.
                    Los jóvenes se  vestían como sus abuelos, se hacían  más respetables con los lentes
                    prematuros, y el bastón era muy bien visto desde los treinta años. Para las mujeres sólo
                    había dos edades: la edad de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la
                    edad de  ser solteras  eternas: las quedadas. Las  otras,  las  casadas, las  madres, las
                    viudas, las  abuelas, eran una  especie distinta que no  llevaba  la cuenta de su  edad  en
                    relación con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para morir.

                          Florentino Ariza,  en  cambio, se enfrentó a  las  insidias  de la vejez  con  una
                    temeridad encarnizada, aun a sabiendas de que tenía la extraña suerte de parecer viejo
                    desde muy  niño.  Al principio  fue una necesidad. Tránsito Ariza desbarataba  y  volvía  a
                    coser para él las ropas que su padre decidía botar en la basura, así que iba a la escuela
                    primaria  con  unas  levitas que  le  arrastraban cuando se  sentaba,  y unos sombreros
                    ministeriales que  se le hundían  hasta las  orejas, a  pesar de que  tenían  el cerco
                    disminuido con relleno de algodón. Como además usaba lentes de miope desde los cinco
                    años, y tenía el mismo cabello indio de su madre, que era herizado y grueso como cerdas
                    de caballo,  su  aspecto no dejaba nada en  claro. Por  fortuna,  después  de  tantos
                    desórdenes de gobierno por tantas guerras civiles superpuestas, los  criterios  escolares
                    eran menos selectivos que antes, y había, un revoltijo de orígenes y condiciones sociales
                    en las escuelas públicas. Niños todavía no  acabados de criar llegaban  a las  clases
                    apestando  a pólvora  de  barricada, con insignias  y  uniformes  de oficiales rebeldes
                    ganados a plomo en combates inciertos, y con sus armas de reglamento bien visibles en
                    el cinto. Se  enfrentaban  a tiros por cualquier pleito  de recreo, amenazaban a los
                    maestros si los calificaban  mal  en  los  exámenes,  y uno  de ellos, estudiante  de tercer
                    grado en el colegio La Salle y coronel de milicias en retiro, mató de un balazo al hermano
                    Juan Eremita, prefecto de la comunidad, porque dijo en la clase de catecismo que Dios
                    era miembro de número del partido conservador.

                                                                              Gabriel García Márquez  143
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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