Page 144 - Amor en tiempor de Colera
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Por otra parte, los niños de las grandes familias en desgracia andaban vestidos de
                    príncipes antiguos,  y algunos muy  pobres andaban  descalzos.  Entre tantas  rarezas
                    venidas de  todas partes, Florentino Ariza estaba de  todos  modos  entre los  más raros,
                    pero no tanto como para llamar demasiado la atención. Lo más duro que oyó fue que
                    alguien le gritara en la calle: “Al pobre y al feo, todo se les va en deseo”. De cualquier
                    modo, aquel atuendo impuesto por la necesidad, era ya desde entonces, y lo fue por el
                    resto de su vida, el más adecuado a su índole enigmática y su carácter sombrío. Cuando
                    le dieron su primer cargo importante en la C.F.C., mandó hacer ropas sobre medida con
                    el mismo  estilo que  tenían las  de  su  padre, a  quien  él evocaba como un anciano  que
                    había muerto a la venerable edad de Cristo: treinta y tres años. Así que Florentino Ariza
                    pareció siempre mucho mayor de lo que era. Tanto, que la deslenguada Brígida Zuleta,
                    una  amante  fugaz  que le servía  las  verdades sin  pasarlas  por agua, le dijo  desde  el
                    primer día que le gustaba más cuando se quitaba la ropa, porque desnudo tenía veinte
                    años  menos.  Sin embargo, nunca supo  cómo remediarlo, primero porque  su gusto
                    personal no  le  daba  para vestirse  de  otro  modo, y segundo porque nadie  sabía cómo
                    vestirse de más jóven a los  veinte años, a menos que sacara otra  vez  del ropero sus
                    pantalones cortos y la gorra de grumete. Por otra parte, a él mismo no le era posible
                    escapar a la noción de vejez de su tiempo, así que era apenas natural que cuando vio
                    tropezar a Fermina Daza a la salida del cine, lo hubiera estremecido el relámpago pánico
                    de que la puta muerte iba a ganarle sin remedio su encarnizada guerra de amor.
                          Hasta entonces, su gran batalla librada a brazo partido y perdida sin gloria, había
                    sido la de la calvicie. Desde que vio los primeros cabellos que se quedaban enredados en
                    la peinilla, se dio cuenta de que estaba condenado a un infierno  cuyo suplicio es
                    inimaginable para  quienes no lo padecen.  Resistió durante  años.  No hubo  glostoras ni
                    tricóferos que no probara, ni creencia que no creyera, ni sacrificio que no soportara para
                    defender de la devastación voraz cada pulgada de su cabeza. Se aprendió de memoria
                    las instrucciones del Almanaque Bristol para la agricultura, porque le oyó decir a alguien
                    que el crecimiento del cabello tenía una relación directa con los ciclos de las cosechas.
                    Abandonó a su peluquero de toda la vida, que era calvo de solemnidad, y lo cambió por
                    un foráneo recién llegado que sólo cortaba el cabello cuando la luna entraba en cuarto
                    creciente. El nuevo peluquero había  empezado  a demostrar que  en realidad tenía la
                    mano  fértil, cuando se descubrió que  era un violador de novicias  buscado por  varias
                    policías de las Antillas, y se lo llevaron arrastrando cadenas.
                          Florentino  Ariza  había recortado para entonces cuanto anuncio para calvos
                    encontró en los periódicos de la cuenca  del Caribe, en los  cuales publicaban  los dos
                    retratos juntos del mismo hombre, primero pelado como un melón y luego más peludo
                    que un león: antes y después de usar la medicina infalible. Al cabo de seis años había
                    ensayado  ciento setenta y dos, además de  otros métodos  complementarios que
                    aparecían en la etiqueta de los frascos, y lo único que consiguió con uno de ellos fue una
                    eccema  del cráneo, urticante y fétida, llamada  tifia boreal por los  santones de la
                    Martinica, porque irradiaba  un resplandor fosforescente en la oscuridad. Recurrió por
                    último  a  cuantas yerbas  de indios  pregonaban en el  mercado  público,  y a cuantos
                    específicos mágicos y pócimas orientales se vendían en el Portal de los Escribanos, pero
                    cuando vino a darse cuenta de la estafa ya tenía una tonsura de santo. En el año cero,
                    mientras la guerra civil de los Mil Días desangraba el país, pasó por la ciudad un italiano
                    que  fabricaba  pelucas  de cabello natural sobre medida. Costaban  una  fortuna, y  el
                    fabricante no se hacía responsable de nada al cabo de tres meses de uso, pero fueron
                    pocos los calvos solventes que no cedieron a la tentación. Florentino Ariza fue uno de los
                    primeros. Se probó una peluca tan parecida a su cabello original, que él mismo temía que
                    se le erizara con los cambios de  humor, pero no pudo  asimilar la idea de llevar en la
                    cabeza los cabellos de un muerto. Su único consuelo fue que la avidez de la calvicie no le
                    dio tiempo de conocer el color de sus canas. Un día, uno de los borrachitos felices del
                    muelle  fluvial lo  abrazó con  más efusión que de  costumbre  cuando lo  vio  salir de la
                    oficina, le quitó el sombrero ante las burlas de los estibadores, y le dio un beso sonoro en
                    la crisma.
                          -¡Pelón divino! -gritó.
                    144  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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