Page 145 - Amor en tiempor de Colera
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Esa noche, a los cuarenta y ocho años, se hizo cortar las escasas pelusas que le
quedaban en los lados y en la nuca, y asumió a fondo su destino de calvo absoluto. A tal
punto, que todas las mañanas antes del baño se cubría de espuma no sólo el mentón,
sino también las partes del cráneo donde empezaran a retoñar los cañones, y se dejaba
todo como nalgas de niño con una navaja barbera. Hasta entonces no se quitaba el
sombrero ni siquiera dentro de la oficina, pues la calvicie le causaba una sensación de
desnudez que le parecía indecente. Pero cuando la asimiló a fondo le atribuyó virtudes
varoniles de las cuales había oído hablar, y que él menospreciaba como puras fantasías
de calvos. Más tarde se acogió a la nueva costumbre de cruzarse el cráneo con los
cabellos largos de la crencha derecha, y nunca más la abandonó. Pero aun así siguió
usando el sombrero, siempre del mismo estilo fúnebre, aun después de que se impuso la
moda del sombrero de tartarita, que era el nombre local del canotié.
La pérdida de los dientes, en cambio, no había sido por una calamidad natural,
sino por la chapucería de un dentista errante que decidió cortar por lo sano una infección
ordinaria. El terror a las fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al
dentista a pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de
soportarlos. Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables en el
cuarto contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos ya casi
esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la boca para ver
dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de postemillas.
El tío León XII le mandó al doctor Francis Adonay, un gigante negro de polainas y
pantalones de montar que andaba en los buques fluviales con un gabinete dental
completo dentro de unas alforjas de capataz, y parecía más bien un agente viajero del
terror en los pueblos del río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a
Florentino Ariza había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban sanos,
para ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la calvicie, aquella
cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el temor natural de la masacre sin
anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la dentadura postiza, primero porque una de
las nostalgias de su infancia era el recuerdo de un mago de feria que se sacaba las dos
mandíbulas y las dejaba hablando solas en una mesa, y segundo porque le ponía término
a los dolores de muelas que lo habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta
crueldad como los dolores de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como
había de parecerle la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del aliento acre
del caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una sonrisa ortopédica. De
modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al rojo vivo del doctor Adonay, y
sobrellevó la convalecencia con un estoicismo de un burro de carga.
El tío León XII se ocupó de los detalles de la operación como si hubiera sido en
carne propia. Tenía un interés singular en las dentaduras postizas, contraído en una de
sus primeras navegaciones por el río de La Magdalena, y por culpa de su afición
maniática por el bel canto. Una noche de luna llena, a la altura del puerto de Gamarra,
apostó con un agrimensor alemán que era capaz de despertar a las criaturas de la selva
cantando una romanza napolitana desde la baranda del capitán. Por poco no ganó. En las
tinieblas del río se sentían los aleteos de las garzas en los pantanos, el coletazo de los
caimanes, el pavor de los sábalos tratando de saltar a tierra firme, pero en la nota
culminante, cuando se temió que al cantor se le rompieran las arterias por la potencia del
canto, la dentadura postiza se le salió de la boca con el aliento final, y se hundió en el
agua.
El buque tuvo que demorarse tres días en el puerto de Tenerife, mientras le hacían
otra dentadura de emergencia. Quedó perfecta. Pero en la navegación de regreso~
tratando de explicarle al capitán cómo había perdido la dentadura anterior, el tío León XII
aspiró a pleno pulmón el aire ardiente de la selva, dio la nota más alta de que fue capaz,
la sostuvo hasta el último aliento tratando de espantar a los caimanes asoleados que
contemplaban sin parpadbar el paso del buque, y también la dentadura nueva se hundió
en la corriente. Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos
lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la
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El amor en los tiempos del cólera