Page 146 - Amor en tiempor de Colera
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empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo
dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando
de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera
víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera
de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y
otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa,
que le imprimiera un toque adicional de verdad. Por fin, un domingo de ramos alborotado
por campanas de fiesta, Florentino Ariza volvió a la calle con una identidad nueva, cuya
sonrisa sin errores le dejó la impresión de que alguien distinto de él había ocupado su
lugar en el mundo.
Esto fue por la época en que murió su madre y Florentino Ariza quedó solo en la
casa. Era un rincón adecuado para su modo de amar, porque la calle era discreta a pesar
de que las tantas ventanas de su nombre hicieran pensar en demasiados ojos detrás de
los visillos. Pero todo eso había sido hecho para que Fermina Daza fuera feliz, y sólo ella
lo sería, de modo que Florentino Ariza prefirió perder muchas oportunidades durante sus
años más fructíferos, antes que mancillar su casa con otros amores. Por fortuna, cada
peldaño que escalaba en la C.F.C. implicaba nuevos privilegios, sobre todo privilegios
secretos, y uno de los más útiles para él fue la posibilidad de usar las oficinas durante la
noche, o en domingos y días feriados, con la complacencia de los celadores. Una vez,
siendo primer vicepresidente, estaba haciendo un amor de emergencia con una de las
muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de escritorio y ella acaballada
sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El tío León XII asomó la cabeza, como si
se hubiera equivocado de oficina, y se quedó mirando por encima de los lentes al sobrino
aterrorizado. “¡Carajo! -dijo el tío sin el menor asombro-. ¡La misma vaina que tu papá!”.
Y antes de cerrar otra vez la puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:
-Y usted, señorita, siga sin pena. Le juro por mi honor que no le he visto la cara.
No se volvió a hablar de eso, pero en la oficina de Florentino Ariza fue imposible
trabajar la semana siguiente. Los electricistas entraron el lunes en tropne a instalar un
ventilador de aspas en el cielo raso. Los cerrajeros llegaron sin anunciarse, y armaron un
escándalo de guerra poniendo un cerrojo en la puerta para que pudiera cerrarse por
dentro. Los carpinteros tomaron medidas sin decir para qué, los tapiceros llevaron
muestras de cretonas para ver si concordaban con el color de las paredes, y la semana
siguiente tuvieron que meter por la ventana, pues no cabía por las puertas, un enorme
sofá matrimonial con estampados de flores dionisíacas. Trabajaban en las horas menos
pensadas, con una impertinencia que no parecía casual, y para todo el que protestaba
tenían la misma respuesta: “Orden de la dirección general”. Florentino Ariza no supo
nunca si semejante intromisión fue una amabilidad del tío, velando por sus amores
descarriados, o si era una manera muy suya de hacerle ver su conducta abusiva. No se le
ocurrió la verdad, y era que el tío León XII lo estimulaba, por que también a él le había
llegado la voz de que el sobrino tenía costumbres distintas a las de la mayoría de los
hombres, y esto lo había atormentado como un obstáculo para hacerlo su sucesor.
Al contrario de su hermano, León XII Loayza había tenido un matrimonio estable
que duró sesenta años, y siempre se preció de no haber trabajado en domingo. Había
tenido cuatro hijos y una hija, y a todos los quiso preparar para herederos de su imperio,
pero la vida le deparó una de esas casualidades que eran de uso corriente en las novelas
de su tiempo, pero que nadie creía en la vida real: los cuatro hijos habían muerto, uno
detrás del otro, a medida que escalaban posiciones de mando, y la hija carecía por
completo de vocación fluvial, y prefirió morir contemplando los barcos del Hudson desde
una ventana a cincuenta metros de altura. Tanto fue así, que no faltó quien diera por
cierta la conseja de que Florentino Ariza, con su aspecta-Mniestro y su paraguas de
vampiro, había hecho algo para que sucedieran tantas casualidades juntas.
Cuando el tío se retiró contra su voluntad, por prescripción médica, Florentino
Ariza empezó a sacrificar de buen grado algunos amores dominicales. Se iba a
acompañarlo en su refugio campestre, a bordo de uno de los primeros automóviles que
se vieron en la ciudad, cuya manivela de arranque tenía tal fuerza de retroceso que le
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El amor en los tiempos del cólera