Page 158 - Amor en tiempor de Colera
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-¿Lo dices por la viuda de Urbino?
                          Florentino Ariza  olvidaba siempre  cuando menos  debía  que las mujeres piensan
                    más en el sentido  oculto de las  preguntas  que en  las preguntas  mismas,  y Prudencia
                    Pitre más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante, se
                    escabulló por la puerta falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a burlarte de tu
                    puta  madre, que  en  paz descanse”. Luego lo instó  a que dijera lo  que quería decir,
                    porque  sabía que  ni él  ni ningún otro hombre la  hubiera  despertado a  las tres  de  la
                    madrugada, y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan
                    de monte con encurtidos. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con
                    quien llorar”. Florentino Ariza se batió en retirada.
                          -Por una vez te equivocas -le dijo-. Mis motivos de esta noche son más bien para
                    cantar.
                          -Entonces cantemos --dijo ella.
                          Empezó a  entonar con  muy buena  voz  la  canción  de  moda: Ramona, sin  ti  no
                    puedo ya vivir. Fue el final de la noche, pues él no se atrevió a jugar juegos prohibidos
                    con una mujer que le había dado demasiadas pruebas de conocer el otro lado de la luna.
                    Salió a una ciudad distinta, enrarecida por las últimas dalias de junio, y a una calle de su
                    juventud por donde desfilaban las viudas de tinieblas de la misa de cinco. Pero entonces
                    fue él y no ellas quien cambió de acera para que no le vieran las lágrimas que ya le era
                    imposible soportar, no desde la'media noche, como él creía, porque estas eran otras: las
                    que llevaba atragantadas desde hacía cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.
                          Había perdido la cuenta de su tiempo, cuando despertó sin saber dónde frente a
                    un ventanal deslumbrante. La voz de América Vicuña jugando a la pelota en el jardín con
                    las muchachas del servicio, lo puso en la realidad: estaba en la cama de su madre, cuya
                    alcoba conservaba intacta, y donde solía dormir para sentirse menos solo en las pocas
                    ocasiones en que lo inquietaba la soledad. Frente a la cama estaba el gran espejo del
                    Mesón de don Sancho, y a él le bastaba con verlo al despertar para ver a Fermina Daza
                    reflejada en el fondo. Supo que era sábado, porque era el día en que el chofer recogía en
                    el internado  a América Vicuña, y la llevaba  a su casa.  Se dio cuenta de  que  había
                    dormido sin saberlo, soñando que no podía dormir, con un sueño perturbado por la cara
                    de rabia de Fermina Daza. Se bañó pensando cuál debía ser el paso siguiente, se vistió
                    muy despacio con sus ropas  mejores, se perfumó  y se engomó  el bigote  blanco de
                    puntas afiladas, y al salir del dormitorio vio desde el corredor del segundo piso a la bella
                    criatura de uniforme, que atrapaba la pelota en el aire con la gracia que tantos sábados
                    lo había hecho  estremecer, pero que esa mañana  no  le causó  la menor turbación.  Le
                    indicó que fuera con él, y antes de subir en el automóvil le dijo sin necesidad: “Hoy no
                    vamos a hacer cositas”. La llevó a la Heladería Americana, desbordada a esa hora por los
                    padres  que comían  helados con  sus niños bajo los  ventiladores de grandes  aspas
                    colgados del cielo raso. América Vicuña pidió un helado de varios pisos, cada uno de un
                    color  distinto en  una copa  gigantesca,  que era  su  favorito y el más vendido  porque
                    exhalaba una humareda mágica. Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña
                    sin hablar, mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo para
                    alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de pronto:
                          -Me voy a casar.
                          Ella lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la cuchara en
                    el aire, pero enseguida se repuso y sonrió.
                          -Es embuste -dijo-. Los viejitos no se casan.
                          Esa tarde la dejó  en  el internado al punto del Ángelus,  bajo un aguacero
                    obstinado, después de haber visto juntos los títeres del parque, de haber almorzado en
                    los puestos de pescado frito de las escolleras, de haber visto las fieras enjauladas de un
                    circo que acababa de llegar, de comprar en los portales toda clase de dulces para llevar
                    al internado, y de haber repasado la ciudad varias veces en el automóvil descubierto para
                    que ella se fuera acostumbrando a la idea de que él era su tutor, y ya no su amante. El
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                         El amor en los tiempos del cólera
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