Page 174 - Amor en tiempor de Colera
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había  día en que  no apareciera  por  allí a cualquier  hora.  Pero Fermina  Daza no pudo
                    sustituir con nadie la tardes sedantes de Florentino Ariza.

                          La memoria del pasado no redimía el  futuro, como él se empeñaba en creer. Al
                    contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel alboroto
                    febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue
                    amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de revelárselo a él ni por correo
                    ni en persona, ni  le  alcanzaba el corazón para decirle qué  falsos le sonaban los
                    sentimentalismos de sus cartas después de haber conocido el prodigio de consolación de
                    sus meditaciones escritas, cómo lo devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba
                    a su causa la insistencia maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas
                    de antaño ni ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir
                    que las tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él,
                    tan solitarias e irrepetibles sin él.
                          En uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las
                    caballerizas  la  radiola que  su esposo  le  regaló en alguno  de  sus aniversarios, y  que
                    ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó a la ciudad.
                    En las sombras  de su duelo había resuelto  no volver a usarla, pues  una  viuda de  sus
                    apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin ofender la memoria del muerto,
                    así fuera en la intimidad. Pero después del tercer martes de abandono la hizo llevar de
                    nuevo  a  la sala, no  para disfrutar de  las  canciones sentimentales de  la  emisora de
                    Riobamba, como antes, sino para llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas
                    de Santiago de Cuba. Fue un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder
                    el hábito de  la  lectura  que su  esposo le había inculcado  con  tanta aplicación  desde  el
                    viaje de bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta el
                    extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.
                          Se aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba
                    con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De  vez en cuando oía  las
                    noticias  para saber lo  que  pasaba en el mundo,  y en  las  pocas  ocasiones  en  que  se
                    quedaba   sola en  la  casa escuchaba con el volumen muy bajo,  remotos y nítidos, los
                    merengues de Santo Doomingo y las plenas de Puerto Rico. Una noche, en una estación
                    desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y tanta claridad como si estuviera
                    en la casa vecina, oyó una noticia desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su
                    luna de miel en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes
                    de remo por el botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que  llevaban:
                    catorce  dólares. Su impresión fue  mucho  mayor cuando Lucrecia  del  Real  le  contó  el
                    relato  completo publicado en un  periódico  local. La policía  había descubierto que  los
                    ancianos muertos a  garrotazos, ella de  setenta y ocho años y él  de  ochenta y cuatro,
                    eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones juntos desde hacía cuarenta
                    años, pero ambos tenían sus matrimonios respectivos, estables y felices, y con familias
                    numerosas. Fermina Daza, que nunca había llorado con  los novelones radiales, tuvo que
                    reprimir el nudo  de lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente,
                    Florentino Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la noticia.
                          No eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no
                    había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La justicia reveló a todo lo ancho de
                    la primera  plana  y con fotos de los protagonistas, los supuestos amores  ocultos del
                    doctor  Juvenal Urbino y  Lucrecia  del Real del Obispo. Se  especulaba  sobre  los
                    pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y sobre la complacencia del esposo,
                    entregado  a  desafueros  de sodomía con los  negros  de su ingenio azucarero.  El relato
                    publicado con enormes letras de madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de
                    un cataclismo en la desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea
                    cierta: Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de solteros
                    y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En todo caso, no
                    parecía que la  publicación  estuviera dirigida a mancillar el nombre  del  doctor  Juvenal
                    Urbino, cuya memoria gozaba del  respeto  unánime, sino a  perjudicar al  marido  de
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                         El amor en los tiempos del cólera
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