Page 179 - Amor en tiempor de Colera
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A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió
                    resonar con  un  dolor  agudo  dentro  del  oído izquierdo. La noche  anterior había tenido
                    sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la
                    mañana  se hizo  llevar  al cercano panteón del  seminario, que  entonces se  llamaba  el
                    Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta,
                    en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le
                    contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie
                    más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las
                    despedidas agotadoras.  A pesar  de sus tantos  viajes  se sentía como si  este fuera el
                    primero,  y a medida  que  rodaba el  día le aumentaba la  zozobra.  Una vez a  bordo,  se
                    sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.
                          Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron
                    de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El
                    doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces
                    cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza
                    no pudo disimular el desconcierto.

                          -Pero de esto no habíamos hablado -dijo.
                          Florentino Ariza le  mostró  la llave de su camarote con una intención demasiado
                    evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le
                    pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago,
                    en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos
                    helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa: “¿Tú también?”. Sí: él también, como su
                    hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente.
                    Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano
                    más resignado que agradecido.
                          Florentino  Ariza  los  vio desembarcar desde la baranda  del  salón. Tal como lo
                    esperaba y deseaba, el doctor Urbino Daza y su esposa se volvieron a mirarlo antes de
                    entrar en el automóvil, y él los despidió con la mano. Ambos le correspondieron. Siguió
                    en la baranda hasta que el automóvil desapareció en la polvareda del patio de carga, y
                    luego fue a  su  camarote,  a ponerse una ropa más adecuada para la  primera  cena  a
                    bordo, en el comedor privado del capitán.
                          Fue  una noche  espléndida,  que  el capitán Diego Samaritano condimentó con
                    relatos suculentos de sus cuarenta años en el río, pero Fermina Daza tuvo que hacer un
                    grande esfuerzo para parecer divertida. A pesar de que la última advertencia la dieron a
                    las ocho y de que a esa hora hicieron bajar a los visitantes y levantaron la pasarela, el
                    buque no zarpó mientras el capitán no terminó de comer y subió al puesto de mando a
                    dirigir la maniobra. Fermina  Daza y Florentino Ariza  permanecieron  asomados en el
                    barandal de  la sala común, confundidos con los pasajeros bulliciosos que jugaban  a
                    identificar las luces de la ciudad, hasta que el buque salió de la bahía, se metió por caños
                    invisibles y ciénagas salpicadas por las luces ondulantes de los pescadores, y resolló por
                    fin a pleno pulmón en el aire libre del río Grande de La Magdalena. Entonces la banda
                    irrumpió con una pieza popular de moda, hubo una estampida de gozo de los pasajeros,
                    y el baile se abrió en tropel.
                          Fermina Daza prefirió refugiarse en el camarote. No había dicho una palabra en
                    toda la  noche, y Florentino  Ariza la había  dejado  perderse en sus  cavilaciones.  Sólo la
                    interrumpió para despedirse frente al camarote, pero ella no tenía sueño, sólo un poco de
                    frío, y sugirió que se sentaran un rato a ver el río desde el mirador privado. Florentino
                    Ariza  rodó  dos  poltronas de mimbre  hasta la baranda, apagó  las luces,  le  puso a ella
                    sobre los hombros una manta de lana, y se sentó a su lado. Ella enrolló un cigarrillo de la
                    cajita que  él  le  llevaba  de regalo, lo enrolló con  una  habilidad sorprendente, lo  fumó
                    despacio con el fuego dentro de la boca, sin hablar, y luego enrolló otros dos sucesivos y
                    los fumó sin pausas. Florentino Ariza se tomó sorbo a sorbo dos termos de café cerrero.
                          El resplandor de la  ciudad  había desaparecido en el horizonte. Vistos desde el
                    mirador oscuro, el río liso y callado, y los pastizales de ambas orillas bajo la luna llena,
                                                                              Gabriel García Márquez  179
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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