Page 181 - Amor en tiempor de Colera
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blanca,  fresca,  todavía  sudada de rocío, y con  ella  una carta de  Florentino  Ariza con
                    tantos pliegos como  alcanzó a  escribir  desde que se  despidió de ella. Era  una carta
                    tranquila, que no trataba más que expresar el estado de ánimo que lo embargaba desde
                    la  noche  anterior: tan lírica como las otras, tan retórica como todas, pero  estaba
                    sustentada por la realidad. Fermina Daza la leyó con una cierta vergüenza consigo misma
                    por los  galopes descarados de  su  corazón.  Terminaba con  el pedido de que avisara al
                    camarero cuando estuviera lista, pues el capitán los esperaba en el puesto  de  mando
                    para mostrarles el funcionamiento del buque.
                          Estuvo lista a las once, bañada y olorosa a jabón de flores, con un traje de viuda
                    muy  sencillo de etamina gris, y  recuperada por completo  de la  tormenta de la  noche.
                    Ordenó un desayuno sobrio  al camarero de  blanco impecable, que  estaba  al  servicio
                    personal del capitán, pero no mandó el recado de que vinieran a buscarla. Subió sola,
                    deslumbrada  por el  cielo  sin nubes,  y  encontró  a Florentino Ariza conversando con el
                    capitán en el puesto de mando. Le pareció distinto, no sólo por que ella lo veía entonces
                    con otros  ojos, sino  porque  en  realidad  había cambiado. En lugar de los  atuendos
                    fúnebres de toda la vida llevaba unos zapatos blancos muy cómodos, pantalón y camisa
                    de hilo con cuello abierto  y manga corta  y su monograma bordado  en  el bolsillo del
                    pecho. Llevaba además una gorra escocesa, también blanca, y un dispositivo de lentes
                    oscuros superpuesto a sus eternos espejuelos de miope. Era evidente que todo era de
                    primer uso y acabado de comprar a propósito para el viaje, salvo el cinturón de cuero
                    marrón, muy usado, que Fermina Daza notó al primer golpe de vista como una mosca en
                    la sopa.  Al verlo así, vestido  para  ella  de  un  modo  tan ostensible, no pudo impedir el
                    rubor de fuego que le subió a la cara. Se ofuscó al saludarlo, y él se ofuscó más con la
                    ofuscación de ella. La conciencia  de  que  se comportaban  como novios los  ofuscó más
                    aún, y la conciencia de que ambos estaban ofuscados acabó de ofuscarlos hasta el punto
                    de  que el capitán  Samaritano  lo  advirtió  con un  trémolo de  compasión.  Los  sacó del
                    apuro explicándoles el manejo de los mandos y el mecanismo general del buque durante
                    dos  horas. Navegaban muy  despacio por  un no sin  orillas que se  dispersaba  entre
                    playones  áridos hasta el horizonte. Pero  al  contrario de las  aguas turbias  de la
                    desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el
                    sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un delta poblado de islas de
                    arena.

                          -Es lo poco que nos va quedando del río -le dijo el capitán.
                          Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al
                    día siguiente,  cuando la  navegación se  hizo más  difícil, y se dio cuenta  de que el  río
                    padre de  La Magdalena,  uno  de los grandes del mundo, era  sólo una  ilusión de  la
                    memoria. El  capitán  Samaritano les  explicó cómo la deforestación  irracional había
                    acabado  con el río  en cincuenta  años: las calderas  de los buques  habían devorado  la
                    selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en
                    su  primer  viaje. Fermina  Daza no vería  los  animales de sus sueños: los cazadores de
                    pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían
                    los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla
                    para sorprender a las mariposas; los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos
                    de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes
                    de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer
                    desolada en los  playones  eran una  especie  extinguida por  las balas blindadas  de los
                    cazadores de placer.
                          El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le
                    parecían señoras condenadas por algún extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de
                    que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que les
                    dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo
                    prohibían. Un cazador  de  Carolina del  Norte,  con  su  documentación en regla,  había
                    desobedecido sus órdenes y le había destrozado la cabeza a una madre de manatí con un
                    disparo certero de su SpringfÍeld, y la cría había quedado enloquecida de dolor llorando a
                    gritos sobre el cuerpo tendido. El capitán  había  hecho  subir al huérfano  para  hacerse

                                                                              Gabriel García Márquez  181
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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