Page 185 - Amor en tiempor de Colera
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de los peregrinajes  más malos e incómodos  que  un ser humano pueda realizar”. Esto
                    había dejado de ser cierto los primeros ochenta años de la navegación a vapor, y luego
                    había vuelto a serlo para siempre, cuando los caimanes se comieron la última mariposa,
                    y se acabaron los manatíes matemales, se acabaron los loros, los micos, los pueblos: se
                    acabó todo.
                          -No hay problema -reía el capitán-, dentro de unos años vendremos por el cauce
                    seco en automóviles de lujo.
                          Fermina Daza y Florentino Ariza estuvieron protegidos los tres primeros días por la
                    suave primavera del mirador cerrado, pero cuando racionaron la leña y empezó a fallar el
                    sistema de refrigeración, el Camarote Presidencial se convirtió en una cafetera de vapor.
                    Ella sobrevivía a las noches con el viento fluvial que entraba por las ventanas abiertas, y
                    espantaba los mosquitos con una toalla, pues la bomba de insecticida era inútil estando
                    el  buque  varado. El dolor del oído se  había vuelto insoportable, y una mañana  al
                    despertar cesó  de  pronto  y por completo, como  el  canto de  una  chicharra reventada.
                    Pero hasta  la noche no cayó en  la cuenta de  que  había perdido la  audición  del oído
                    izquierdo, cuando Florentino Ariza le habló de ese lado, y ella tuvo que volver la cabeza
                    para oír lo que decía. No se lo contó a nadie, resignada de que fuera uno más de los
                    tantos defectos irremediables de la edad.
                          Con todo, la demora del  buque había sido para ellos un percance providencial.
                    Florentino Ariza lo había leído alguna vez: “El amor se hace más grande y noble en la
                    calamidad”. La humedad del Camarote Presidencial los sumergió en un letargo irreal en
                    el  cual  era más fácil  amarse sin preguntas.  Vivían horas inimaginables cogidos de la
                    mano en las poltronas de la baranda, se besaban despacio, gozaban la embriaguez de las
                    caricias sin el estorbo de la exasperación. La tercera noche de sopor ella lo esperó con
                    una  botella de  anisado, del que bebía  a  escondidas con  la  pandilla de la prima
                    Hildebranda, y más tarde, ya casada y con hijos, encerrada con las amigas de su mundo
                    prestado. Necesitaba un poco  de  aturdimiento para no pensar en  su suerte con
                    demasiada lucidez, pero Florentino Ariza creyó que era para darse valor en el paso final.
                    Animado por  esa  ilusión se atrevió a  explorar con la yema de los dedos su cuello
                    marchito, el pecho acorazado de varillas metálicas, las caderas de huesos carcomidos, los
                    muslos de venada  vieja. Ella lo  aceptó complacida con los ojos cerrados, pero sin
                    estremecimientos, fumando y bebiendo a sorbos espaciados. Al final, cuando las caricias
                    se deslizaron por su vientre, tenía ya bastante anís en el corazón.
                          -Si hemos de hacer pendejadas, hagámoslas -dijo-, pero que sea como la gente
                    grande.
                          Lo llevó  al dormitorio  y empezó  a  desvestirse sin  falsos pudores  con las luces
                    encendidas. Florentino Ariza se  tendió bocarriba en  la  cama, tratando de recobrar  el
                    dominio, otra vez sin saber qué hacer con la piel del tigre que había matado. Ella le dijo:
                    “No mires”. Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso.
                          -Porque no te va a gustar -dijo ella.
                          Entonces él la  miró, y la vio  desnuda  hasta  la cintura, tal como la había
                    imaginado. Tenía los  hombros  arrugados,  los  senos caídos  y el  costillar forrado de  un
                    pellejo pálido y frío como el de una rana. Ella se tapó el pecho con la blusa que acababa
                    de quitarse, y  apagó la luz. Entonces él se  incorporó  y empezó  a desvestirse  en la
                    oscuridad, tirando sobre ella cada pieza que se quitaba, y ella se las devolvía muerta de
                    risa.
                          Permanecieron acostados bocarriba un largo rato, él más y más aturdido a medida
                    que lo abandonaba la embriaguez, y ella tranquila, casi abúlica, pero rogando a Dios que
                    no le diera  por reír  sin sentido, como  siempre que  se le iba la  mano  con  el  anís.
                    Conversaron para entretener el tiempo. Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la
                    casualidad inverosímil  de estar desnudos  en  el camarote oscuro de  un  buque  varado,
                    cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte.
                    Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad

                                                                              Gabriel García Márquez  185
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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