Page 186 - Amor en tiempor de Colera
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donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual, y
él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz:
-Es que me he conservado virgen para ti.
Ella no lo hubiera creído de todos modos, aunque fuera cierto, porque sus cartas
de amor estaban hechas de frases como esa que no valían por su sentido sino por su
poder de deslumbramiento. Pero le gustó el coraje con que lo dijo. Florentino Ariza, por
su parte, se preguntó de pronto lo que nunca se hubiera atrevido a preguntarse: qué
clase de vida oculta había hecho ella al margen del matrimonio. Nada le habría
sorprendido, porque él sabía que las mujeres son iguales a los hombres en sus aventuras
secretas: las mismas estratagemas, las mismas inspiraciones súbitas, las mismas
traiciones sin remordimientos. Pero hizo bien en no preguntarlo. En una época en que
sus relaciones con la Iglesia estaban ya bastante lastimadas, el confesor le preguntó sin
que viniera a cuento si alguna vez le había sido infiel al esposo, y ella se levantó sin res-
ponder, sin terminar, sin despedirse, y nunca más volvió a confesarse con ese confesor
ni con ningún otro. En cambio, la prudencia de Florentino Ariza tuvo una recompensa
inesperada: ella extendió la mano en la oscuridad, le acarició el vientre, los flancos, el
pubis casi lampiño. Dijo: “Tienes una piel de nene”. Luego dio el paso final: lo buscó
donde no estaba, lo volvió a buscar sin ilusiones, y lo encontró inerme.
-Está muerto -dijo él.
Le ocurrió siempre la primera vez, con todas, desde siempre, de modo que había
aprendido a convivir con aquel fantasma: cada vez había tenido que aprender otra vez,
como si fuera la primera. Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza
sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el de-
sorden de un adolescente. Él dijo: “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta
de amor”. Pero lo dijo sin convicción: estaba avergonzado, furioso consigo mismo,
ansiando un motivo para culparla a ella de su fracaso. Ella lo sabía, y empezó a provocar
el cuerpo indefenso con caricias de burla, como una gata tierna regodeándose en la
crueldad, hasta que él no pudo resistir más el martirio y se fue a su camarote. Ella siguió
pensando en él hasta el amanecer, convencida por fin de su amor, y a medida que el anís
la abandonaba en oleadas lentas la iba invadiendo la zozobra de que él se hubiera
disgustado y no volviera nunca.
Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y
restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en
verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de
piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos
y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que
no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra
para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había
puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un
estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le
era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.
Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho
embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso
tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería.
Había sido rápido y triste, y ella pensó: “Ahora hemos jodido todo”. Pero se equivocó: a
pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del
remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días
siguientes. Apenas si salían del camarote para comer. El capitán Samaritano, que
descubría por instinto cualquier misterio que quisiera guardarse en su buque, les man-
daba la rosa blanca todas las mañanas, les puso una serenata de valses de su tiempo, les
hacía preparar comidas de broma con ingredientes alentadores. No volvieron a intentar el
amor hasta mucho después, cuando la inspiración les llegó sin que la buscaran. Les
bastaba con la dicha simple de estar juntos.
186 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera