Page 190 - Amor en tiempor de Colera
P. 190

El capitán,  desde el  puesto de mando,  contestó  a  gritos a  las preguntas  de la
                    patrulla  armada. Querían  saber  qué clase  de peste  traían a  bordo, cuántos  pasajeros
                    venían, cuántos estaban enfermos,  qué posibilidades había  de nuevos  contagios. El
                    capitán contestó que  sólo traían tres pasajeros,  y  todos tenían el cólera, pero se
                    mantenían en reclusión estricta. Ni los que debían subir en La Dorada, ni los veintisiete
                    hombres de la tripulación, habían tenido ningún contacto con ellos. Pero el comandante
                    de la patrulla no quedó satisfecho, y ordenó que salieran de la bahía y esperaran en la
                    ciénaga de Las Mercedes hasta las dos de la tarde, mientras se preparaban los trámites
                    para que el buque quedara en cuarentena. El capitán soltó un petardo de carretero, y con
                    una señal  de la mano le  ordenó al práctico dar  la  vuelta en redondo  y  volver a las
                    ciénagas.
                          Fermina Daza y Florentino Ariza lo habían oído todo desde la mesa, pero al capitán
                    no parecía importarle. Siguió comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la
                    manera en que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación legendaria de
                    los capitanes del río.  Reventó con  la  punta  del cuchillo  los  cuatro huevos fritos,  y los
                    rebañó en el  plato con patacones de  plátano verde que se metía enteros en la boca y
                    masticaba con un deleite salvaje. Fermina Daza y Florentino Ariza lo miraban sin hablar,
                    esperando la lectura de las calificaciones finales en un banco de la escuela. No se habían
                    cruzado una palabra mientras duró el diálogo con la patrulla sanitaria, ni tenían la menor
                    idea de qué iba a ser de sus vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando
                    por ellos: se le veía en el latido de las sienes.
                          Mientras él despachaba la ración de huevos, la bandeja de patacones, la jarra de
                    café con leche, el buque salió de la bahía con las calderas sosegadas, se abrió paso en
                    los caños a través de las colchas de tarulla, lotos fluviales de flores moradas y grandes
                    hojas en forma de corazón, y volvió a las ciénagas. El agua era tornasolada por el mundo
                    de peces que flotaban de costado, muertos por la dinamita de los pescadores furtivos, y
                    los pájaros de la tierra y del agua volaban en círculos sobre ellos con chillidos metálicos.
                    El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina
                    Daza  sintió en la sangre los latidos desordenados  de su libre  albedrío.  A la derecha,
                    turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta el
                    otro lado del mundo.
                          Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios
                    con la esquina  del mantel, y  habló en una  jerga procaz  que acabó  de una vez  con el
                    prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no habló por ellos ni para nadie,
                    sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una
                    ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se
                    había metido con la bandera del cólera.
                          Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo
                    completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin
                    una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
                          -Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.
                          Fermina Daza  se estremeció,  porque reconoció la  antigua  voz  iluminada por la
                    gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio,
                    porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
                          -¿Lo dice en serio? -le preguntó.
                          -Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en
                    serio.
                          El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de
                    una  escarcha invernal. Luego miró a  Florentino Ariza, su  dominio  invencible,  su amor
                    impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no
                    tiene límites.



                    190  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
   185   186   187   188   189   190   191