Page 189 - Amor en tiempor de Colera
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Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la
orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y
lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez
en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia
sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el
remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal
vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos
entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el
horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.
La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos
de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros
boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a
sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin
embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un
momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su
tierna energúmena en la penumbra del bolero. Tomó tanto anisado que tuvieron que
ayudarla a subir las escaleras, y sufrió un ataque de risa con lágrimas que llegó a
alarmarlos a todos. Sin embargo, cuando logró dominarlo en el remanso perfumado del
camarote, hicieron un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos, que iba a fijarse en
su memoria como el mejor recuerdo de aquel viaje lunático. No se sentían ya como
novios recientes, al contrario de lo que el capitán y Zenaida suponían, y menos como
amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y
hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos
esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las
burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor.
Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en
cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la
muerte.
Despertaron a las seis. Ella con el dolor de cabeza perfumado de anís, y con el
corazón aturdido por la impresión de que el doctor juvenal Urbino había vuelto, más
gordo y más joven que cuando resbaló del árbol, y estaba sentado en el mecedor,
esperándola en la puerta de la casa. Sin embargo, estaba bastante lúcida para darse
cuenta de que no era efecto del anís, sino de la inminencia del regreso.
-Va a ser como morirse -dijo.
Florentino Ariza se sorprendió porque era la adivinación de un pensamiento que no
lo dejaba vivir desde el inicio del regreso. Ni él ni ella podían concebirse en otra casa
distinta del camarote, comiendo de otro modo que en el buque, incorporados a una vida
que iba a serles ajena para siempre. Era, en efecto, como morirse. No pudo dormir más.
Permaneció boca arriba en la cama, con las dos manos entrelazadas en la nuca. A un
cierto momento, la punzada de América Vicuña lo hizo retorcerse de dolor, y no pudo
aplazar más la verdad: se encerró en el baño y lloró a su gusto, sin prisa, hasta la última
lágrima. Sólo entonces tuvo el valor de confesarse cuánto la había querido.
Cuando se levantaron ya vestidos para desembarcar, habían dejado atrás los
caños y las ciénagas del antiguo paso español, y navegaban por entre los escombros de
barcos y los estanques de aceites muertos de la bahía. Se alzaba un jueves radiante
sobre las cúpulas doradas de la ciudad de los virreyes, pero Fermina Daza no pudo
soportar desde la baranda la pestilencia de sus glorias, la arrogancia de sus baluartes
profanados por las iguanas: el horror de la vida real. Ni él ni ella, sin decírselo, se
sintieron capaces de rendirse de una manera tan fácil.
Encontraron al capitán en el comedor, en un estado de desorden que no estaba de
acuerdo con la pulcritud de sus hábitos: sin afeitarse, los ojos inyectados por el
insomnio, la ropa sudada de la noche anterior, el habla trastornada por los eructos de
anís. Zenaida dormía. Empezaban a desayunar en silencio, cuando un bote de gasolina
de la Sanidad del Puerto ordenó detener el barco.
Gabriel García Márquez 189
El amor en los tiempos del cólera