Page 184 - Amor en tiempor de Colera
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Escolástica dejó el misal en el mostrador de la telegrafía, Florentino Ariza no había vuelto
                    a sentir una felicidad como la de esa noche: tan intensa que le causaba miedo.
                          Empezaba a dormirse, cuando el contador del buque lo despertó a las cinco en el
                    puerto de Zambrano para entregarle  un  telegrama urgente.  Estaba firmado por Leona
                    Cassiani, con fecha del día anterior, y todo su horror cabía en una línea: América Vicuña
                    muerta ayer motivos inexplicables. A las once de la mañana conoció los pormenores a
                    través de una conferencia telegráfica con Leona Cassiani, en  la que él mismo operó el
                    equipo transmisor como  no  había vuelto  a hacerlo desde sus años de telegrafista.
                    América Vicuña, presa de  una depresión mortal  por  haber  sido reprobada en  los
                    exámenes finales, se había bebido un frasco de láudano que se robó en la enfermería del
                    colegio. Florentino Ariza  sabía  en el fondo de su  alma que  aquella  noticia  estaba
                    incompleta.  Pero no: América Vicuña  no  había dejado ninguna nota explicativa que
                    permitiera culpar a  nadie  de su  determinación. La  familia estaba llegando en  ese
                    momento desde Puerto Padre, avisada por Leona Cassiani, y el entierro sería esa tarde a
                    las  cinco. Florentino Ariza respiró. Lo único que podía hacer  para  seguir vivo era no
                    permitirse el suplicio de aquel  recuerdo.  Lo borró  de la  memoria, aunque  de vez en
                    cuando en el resto de sus años iba a sentirlo revivir de pronto, sin que viniera a cuento,
                    como la punzada instantánea de una cicatriz antigua.

                          Los días siguientes fueron calurosos e interminables. El río se volvió turbio y se fue
                    haciendo cada vez más estrecho, y en vez de la maraña de árboles colosales que había
                    asombrado a Florentino Ariza en su primer viaje, había llanuras calcinadas, desechos de
                    selvas enteras devoradas por las calderas de los buques, escombros de pueblos
                    abandonados de Dios, cuyas calles continuaban inundadas aun en las épocas más crueles
                    de la sequía. Por la noche no los despertaban los cantos de sirenas de los manatíes en
                    los playones, sino la tufarada nauseabunda de los muertos que pasaban flotando hacia el
                    mar. Pues ya no había guerras ni pestes pero los cuerpos hinchados seguían pasando. El
                    capitán fue sobrio por una vez:  “Tenemos  órdenes de decir a los pasajeros que son
                    ahogados accidentales”. En lugar de la algarabía de los loros y el escándalo de los micos
                    invisibles que en otro tiempo aumentaban  el  bochorno  del  medio día,  sólo  quedaba  el
                    vasto silencio de la tierra arrasada.
                          Había tan pocos lugares donde leñatear, y estaban tan separados entre sí, que el
                    Nueva Fidelidad se quedó sin combustible al cuarto día de viaje. Permaneció amarrado
                    casi una semana, mientras sus cuadrillas se internaban por pantanos de cenizas en busca
                    de los últimos árboles desperdigados. No había otros: los leñadores habían abandonado
                    sus veredas huyendo de la ferocidad de los señores  de la tierra, huyendo del  cólera
                    invisible, huyendo de  las guerras larvadas  que los  gobiernos se  empeñaban  en  ocultar
                    con decretos de distracción. Mientras tanto, los pasajeros, aburridos, hacían torneos de
                    natación, organizaban expediciones de caza, regresaban con iguanas vivas que abrían en
                    canal  y  volvían  a coser con  agujas de enfardelar  después  de sacarles los racimos  de
                    huevos, traslúcidos y blandos, que ponían a secar en sartales en las barandas del buque.
                    Las prostitutas pobres de los pueblos  vecinos siguieron  la traza de las  expediciones,
                    improvisaron tiendas de campaña en la barranca de la orilla, llevaron música y cantina, y
                    plantaron la parranda frente al buque varado.

                          Desde mucho antes de ser presidente de C.F.C., Florentino Ariza recibía informes
                    alarmantes del estado del río, pero apenas si los leía. Tranquilizaba a sus socios: “No se
                    preocupen,  cuando  la  leña  se acabe  ya habrá buques de petróleo”. Nunca  se tomó  el
                    trabajo de pensarlo, obnubilado por la pasión de Fermina Daza, y cuando se dio cuenta
                    de la verdad ya no había nada que hacer, como no fuera llevar otro río nuevo. Por la
                    noche, aun en las épocas de mejores aguas, había que amarrar para dormir, y entonces
                    se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. La mayoría de los pasajeros,
                    sobre todo los europeos,  abandonaban  el  pudridero  de los camarotes  y se pasaban  la
                    noche caminando por las cubiertas,  espantando  toda clase de  alimañas con la misma
                    toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las
                    picaduras. Un viajero inglés de principios del siglo xix, refiriéndose al viaje combinado en
                    canoa y en mula, que podía durar hasta cincuenta jornadas, había escrito: “Este es uno

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                         El amor en los tiempos del cólera
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