Page 183 - Amor en tiempor de Colera
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juntos  la cubierta de  primera clase atiborrada de  gente joven: la mayoría  estudiantes
                    bulliciosos  que se  agotaban con una  cierta ansiedad  en la última parranda  de  las
                    vacaciones.  En la  cantina,  Florentino Ariza y Fermina Daza se tomaron  un  refresco  de
                    botella sentados como estudiantes frente al mostrador, y ella se vio de pronto en una
                    situación temida. Dijo:  “¡Qué horror!”. Florentino Ariza le  preguntó  en qué  estaba
                    pensando que le causaba semejante impresión.
                          -En los pobres viejitos -dijo ella-. Los que mataron a remazos en el bote.
                          Ambos  se  fueron a  dormir  cuando  se acabó  la música, después de una larga
                    conversación sin  tropiezos en  el mirador  oscuro. No  hubo  luna, el cielo  estaba
                    encapotado, y en el horizonte estallaban relámpagos sin truenos que los iluminaban por
                    un instante.  Florentino  Ariza  enrolló los cigarrillos para  ella,  pero  no se fumó  más de
                    cuatro, atormentada por el dolor que se aliviaba por momentos y se recrudecía cuando el
                    barco bramaba  al cruzarse con  otro, o  al pasar frente  a un pueblo dormido, o cuando
                    navegaba despacio  para  sondear el fondo del  río.  Él le  contó con  cuánta  ansiedad la
                    había visto  siempre en los Juegos  Florales,  en el  vuelo en  globo, en el velocípedo  de
                    acróbata, y con cuánta ansiedad esperaba las fiestas públicas durante todo el año, sólo
                    para verla. También ella lo había visto muchas veces, y nunca se hubiera imaginado que
                    estuviera allí sólo para verla. Sin embargo, hacía apenas un año, cuando leyó sus cartas,
                    se preguntó de pronto cómo era posible que él no hubiera competido nunca en los Juegos
                    Florales:  sin  duda  habría  ganado.  Florentino Ariza  le  mintió: sólo  escribía para ella,
                    versos  para ella,  y  sólo él  los  leía. Entonces fue ella la  que buscó su mano  en  la
                    oscuridad, y  no  la encontró esperándola  como ella  había esperado  la  suya la noche
                    anterior, sino que lo tomó de sorpresa. A Florentino Ariza se le heló el corazón.
                          --Quéraras son las mujeres -dijo.

                          Ella soltó una risa profunda, de paloma joven, y volvió a pensar en los ancianos
                    del bote. Estaba escrito: aquella imagen había de perseguirla siempre. Pero esa noche
                    podía soportarla, porque se sentía tranquila y bien, como pocas veces en la vida: limpia
                    de toda culpa. Se hubiera quedado  así hasta el amanecer, callada, con la mano  de  él
                    sudando hielo en su mano,  pero no pudo soportar el tormento del oído. De modo que
                    cuando se apagó la música, y luego cesó el trajín de los pasajeros del común colgando
                    las hamacas en el salón, ella comprendió que su dolor era más fuerte que su deseo de
                    estar  con él.  Sabía  que  el  solo decírselo a él iba a aliviarla,  pero  no lo hizo  para no
                    preocuparlo. Pues entonces tenía la impresión de conocerlo como si hubiera vivido con él
                    toda la vida, y lo creía capaz de dar la orden de que el buque regresara al puerto si eso
                    pudiera quitarle el dolor.
                          Florentino Ariza había previsto que esa noche ocurrirían las cosas así, y se retiró.
                    Ya en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la mejilla
                    izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le ofreció la otra mejilla
                    con  una coquetería que  él no le  había conocido de colegiala. Entonces insistió  por
                    segunda vez, y ella lo recibió en los labios, lo recibió con un temblor profundo que trató
                    de sofocar con una risa olvidada desde su noche de bodas.
                          -¡Dios mío -dijo-, qué loca soy en los buques!
                          Florentino Ariza se estremeció: en efecto, como ella misma lo había dicho, tenía el
                    olor agrio de la edad. Sin  embargo, mientras caminaba hacia su camarote, abriéndose
                    paso por entre  el laberinto de  hamacas dormidas,  se consolaba con la idea  de que él
                    debía tener  el mismo  olor, sólo  que  cuatro años más  viejo, y que ella debió  haberlo
                    sentido con la  misma  emoción. Era el olor de los fermentos humanos,  que él había
                    percibido en sus amantes más antiguas, y que ellas habían sentido en él. La viuda de
                    Nazaret, que no  se guardaba  nada,  se lo  dijo de un modo  más crudo: “Ya olemos a
                    gallinazo”. Ambos se lo soportaban el uno al otro, porque estaban a mano: mi olor contra
                    el  tuyo.  En  cambio, muchas veces se  había cuidado  de América Vicuña, cuyo  olor de
                    pañales le despertaba a él los instintos maternos y sin embargo lo inquietaba la idea de
                    que ella no pudiera soportar el suyo: su olor de viejo verde. Pero todo eso pertenecía al
                    pasado. Lo importante  era que  por primera  vez desde  aquella  tarde  en que la tía
                                                                              Gabriel García Márquez  183
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