Page 188 - Amor en tiempor de Colera
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pasajero  indeseable, para impedir  requisas  inoportunas. Florentino Ariza  encontró  la
                    mano de Fermina Daza por debajo de la mesa.
                          -Pues bien -dijo-: hagamos eso.
                          El capitán se sorprendió, pero  en  seguida, con  su instinto de  zorro  viejo, lo  vio
                    todo claro.
                          -Yo mando en este buque, pero usted manda en nosotros -dijo-. De modo que si
                    está hablando en serio, deme la orden por escrito, y nos vamos ahora mismo.
                          Era  en serio, por  supuesto,  y  Florentino  Ariza firmó la orden. Al  fin y  al  cabo
                    cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas
                    alegres de las  autoridades sanitarias. En cuanto  al buque, no  había problema. Se
                    transfirió la poca carga embarcada, a los pasajeros se les dijo que había un percance de
                    máquinas, y los mandaron esa madrugada en un buque de otra empresa. Si estas cosas
                    se hacían por  tantas  razones  inmorales, y  hasta indignas,  Florentino Ariza no veía por
                    qué no sería lícito hacerlas por amor. Lo único que el capitán suplicaba era una escala en
                    Puerto Nare, para recoger a alguien que lo acompañara en el viaje: también él tenía su
                    corazón escondido.
                          Así  que el Nueva Fidelidad zarpó  al amanecer  del  día siguiente,  sin  carga  ni
                    pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en  el asta mayor. Al
                    atardecer recogieron en Puerto Nare una mujer más alta y robusta que el capitán, de una
                    belleza descomunal, a la cual sólo le faltaba la barba para ser contratada en un circo. Se
                    llamaba Zenaida Neves, pero el capitán la llamaba Mi Energúmena: una antigua amiga
                    suya, a la  que solía recoger  en un  puerto para dejarla  en otro, y que subió a bordo
                    perseguida por el ventarrón de la dicha. En aquel moridero triste, donde Florentino Ariza
                    revivió las nostalgias de Rosalba cuando vio el tren de Envigado subiendo a duras penas
                    por la  antigua cornisa de  mulas, se desplomó un  aguacero  amazónico que  había de
                    seguir  con muy  pocas pausas por  el resto  del  viaje. Pero a nadie le importó:  la  fiesta
                    navegante tenía su  techo propio.  Aquella noche,  como  una  contribución personal  a la
                    parranda, Fermina Daza  bajó a  las  cocinas, entre  las ovaciones de la tripulación,  y
                    preparó para todos un plato inventado que Florentino Ariza bautizó para él: berenjenas al
                    amor.

                          Durante el día  jugaban  a  las cartas, comían a reventar,  hacían  unas  siestas de
                    granito que los dejaban exhaustos, y apenas bajaba el sol soltaban la orquesta, y bebían
                    anisado con salmón hasta más  allá  de la  saciedad.  Fue  un  viaje rápido, con  el buque
                    liviano y buenas aguas, mejoradas  por las  crecientes que  se precipitaban  desde las
                    cabeceras, donde llovió tanto aquella semana como en todo el trayecto. Desde algunos
                    pueblos les tiraban cañonazos de caridad para espantar el cólera, y ellos se lo agradecían
                    con un bramido triste. Los buques de cualquier compañía que cruzaban en el camino les
                    mandaban señales de condolencia. En la población de Magangué, donde nació Mercedes,
                    cargaron leña para el resto del viaje.
                          Fermina  Daza  se  asustó cuando  empezó  a sentir la sirena del buque dentro  del
                    oído sano, pero  al segundo día de  anís  oía  mejor con  ambos. Descubrió que  las rosas
                    olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y
                    que  Dios  había hecho un  manatí y lo  había puesto en el playón de Tamalameque sólo
                    para que  la  despertara. El capitán lo  oyó,  hizo  derivar el  buque, y vieron  por fin a la
                    matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se
                    dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas,
                    se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso
                    mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían
                    para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de
                    la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que
                    necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera
                    una ventosa para un dolor en la espalda.



                    188  Gabriel García Márquez
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