Page 176 - Amor en tiempor de Colera
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sospechoso negocio de mulas, que tanto había dañado su reputación, parecía ser el único
honesto que había tenido jamás.
Cuando Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por
primera vez con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la
casa de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de
piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El doctor Urbino
Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su exilio, le había hablado de
la consternación que le causaron a su madre las dos publicaciones de La justicia. La
primera le provocó una rabia tan insensata por la infidelidad del marido y la traición de la
amiga, que renunció a la costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada
mes, porque la sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios
que quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir, con
quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido al menos un
hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación sobre Lorenzo Daza
no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación misma, o el descubrimiento
tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero una de las dos, o ambas, la habían
aniquilado. El cabello color de acero limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía en-
tonces de hilachas amarillas de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el
brillo de antaño ni con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le
notaba en cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar,
encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez en póblico
y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que ella misma liaba, como
le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios que se encontraban en el
comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para enrollarlos. Un hombre que no
fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un
anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer
que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita
de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de
Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había
devuelto el carácter cerril de los veinte años.
Ella tenía un nuevo motivo de gratitud con Florentino Ariza, porque a raíz de las
publicaciones infames él había mandado a La justicia una carta ejemplar sobre la
responsabilidad ética de la prensa y el respeto de la honra ajena. No fue publicada, pero
el autor mandó una copia al Diario del Comercio, el más antiguo y serio del litoral caribe,
y éste la destacó en la página primera. Estaba firmada con el seudónimo de Júpiter, y era
tan razonada, incisiva y bien escrita, que fue atribuída a algunos de los escritores más
notables de la provincia. Fue una voz solitaria en medio del océano, pero se oyó muy
hondo y muy lejos. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera,
porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de
Florentino Ariza. De modo que lo recibió con un afecto reverdecido en el desorden de su
abandono. Fue por esa época cuando América Vicuña se encontró sola una tarde de
sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura
casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanográficas de las
meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.
El doctor Urbino Daza se alegró de la reanudación de las visitas que tanto
alentaban a su madre. Al contrario de Ofelia, su hermana, que volvió en el primer frutero
de Nueva Orleans tan pronto como supo que Fermina Daza mantenía una amistad
extraña con un hombre cuya calificación moral no era de las mejores. Su alarma hizo
crisis desde la primera semana, cuando se dio cuenta del grado de familiaridad y dominio
con que Florentino Ariza entraba en la casa, y de los cuchicheos y fugaces pleitos de
novios con que transcurrían las visitas hasta muy entrada la noche. Lo que para el doctor
Urbino Daza era una saludable afinidad de dos ancianos solitarios, para ella era una
forma viciosa de concubinato secreto. Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña
Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera
como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios. No era capaz de concebir la
inocencia de una amistad entre un hombre y una mujer ni a los cinco años de edad, y
176 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera