Page 177 - Amor en tiempor de Colera
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mucho menos a los ochenta. En una disputa aguerrida que tuvo con su hermano, dijo
que lo único que faltaba para que Florentino Ariza acabara de consolar a su madre era
que se metiera con ella en su cama de viuda. El doctor Urbino Daza no tenía agallas para
enfrentársele, no las había tenido nunca frente a ella, pero su esposa intercedió con una
justificación serena del amor a cualquier edad. Ofelia perdió los estribos.
-El amor es ridículo a nuestra edad -le gritó---, pero a la edad de ellos es una
cochinada.
Se empeñó con tales ímpetus en la determinación de ahuyentar de la casa a
Florentino Ariza, que llegó a oídos de Fermina Daza. Ella la llamó al dormitorio, como
siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas, y le pidió repetir sus
recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya
fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más
perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las
aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin
parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.
-Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces,
por atrevida y mal pensada -le dijo-. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por
los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.
No hubo poder capaz de disuadirla. Mientras tanto, Ofelia se fue a vivir a la casa
del hermano, y desde allá mandó toda clase de súplicas con emisarios de altura. Pero fue
inútil. Ni la mediación del hijo ni la intervención de sus amigas consiguieron
quebrantarla. A la nuera, con quien mantuvo siempre una cierta complicidad
populachera, le soltó por fin una confidencia con la verba florida de sus mejores años:
“Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado
jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos”. Encendió un
cigarrillo con la colilla del otro, y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las
entrañas.
-¡Quese vayan a la mierda! -dijo-. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que
ya no nos queda nadie que nos mande.
No hubo nada que hacer. Cuando por fin se convenció de que estaban agotadas
todas las instancias, Ofelia volvió a Nueva Orleans. Lo único que logró de su madre fue
que se despidiera de ella, y Fermina Daza aceptó después de muchas súplicas, pero sin
permitirle que entrara en la casa: lo había jurado por los huesos de su madre, que para
ella, por aquellos días de tinieblas, eran los únicos que quedaban limpios.
En alguna de las primeras visitas, hablando de sus buques, Florentino Ariza le
había hecho a Fermina Daza una invitación formal para que fuera en viaje de descanso
por el río. Con un día más de tren podía ir hasta la capital de la república, que ellos,
como la mayoría de los caribes de su generación, seguían llamando con el nombre que
tuvo hasta el siglo anterior: Santa Fe. Pero ella conservaba los resabios del esposo y no
quería conocer una ciudad helada y sombría donde las mujeres no salían de sus casas
sino para la misa de cinco, y no podían entrar en las heladerías ni en las oficinas
públicas, según le habían dicho, y donde había a toda hora embotellamientos de
entierros en las calles y una llovizna menuda desde los años de la mula herrada: peor
que en París. En cambio, sentía una atracción muy fuerte por el río, quería ver los
caimanes asoleándose en los playones, quería ser despertada en medio de la noche por
el llanto de mujer de los manatíes, pero la idea de un viaje tan difícil, a su edad, y
además viuda y sola, le parecía irreal.
Florentino Ariza volvió a reiterarle la invitación más adelante, cuando se decidió a
seguir viva sin el esposo, y entonces le pareció más probable. Pero después del pleito con
la hija, amargada por las injurias a su padre, por el rencor contra el esposo muerto, por
la rabia de las zalamerías hipócritas de Lucrecia del Real, a quien tuvo por tantos años
como su mejor amiga, ella misma se sentía de sobra en su propia casa. Una tarde,
Gabriel García Márquez 177
El amor en los tiempos del cólera