Page 137 - Amor en tiempor de Colera
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estables se  acabaron  por chismes  de llamadas  anónimas, y  muchas familias
                    atemorizadas  suspendieron el  servicio o se negaron  a tenerlo  durante años. El  doctor
                    Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera
                    un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido
                    como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel
                    deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo
                    porque garantizaba el doble  anónimo  del remitente  y el  destinatario,  sino porque  su
                    estirpe legendaria  permitía atribuirle  alguna  relación  metafísica con  los designios de  la
                    Divina Providencia.
                          Los celos no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el
                    doctor Urbino se había preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido
                    cierto, de ser como los fósforos  suecos, que sólo  encienden  en  su propia caja. Pero
                    ignoraba cuál podía ser la reacción de  una  mujer con  tanto  orgullo como la  suya, con
                    tanta dignidad  y con un  carácter tan  fuerte,  frente a  una  infidelidad comprobada.  De
                    modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había pedido, no se le ocurrió
                    nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose
                    extraviado en los dulces meandros de la isla de Alca, mientras se le ocurría qué hacer.
                    Fermina Daza,  por su parte, tampoco dijo  nada más.  Cuando  terminó  de zurcir las
                    medias  echó las cosas  sin ningún  orden  dentro del costurero, dio  en la cocina
                    instrucciones para la cena, y se fue al dormitorio.
                          Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no
                    pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una
                    casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa
                    hasta la  muerte, todo  cuanto él  había prometido  en las llamaradas del amor quedó
                    cancelado por siempre jamás.  Lo último  que  la señorita  Lynch  tuvo de  él fue  una
                    diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una
                    nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo
                    cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el
                    resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas
                    lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre
                    íntimo. A las cinco, en  vez  de ir  con  ella,  hizo  ante su  confesor  un acto de contrición
                    profunda, y el domingo siguiente comulgó  con  el corazón  hecho  pedazos, pero  con el
                    alma tranquila.
                          La misma noche  de la  renuncia, mientras se desvestía para  dormir,  le  repitió a
                    Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las
                    ganas de llorar al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba
                    entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien para no
                    morirse, para no tener que contar la  verdad, y al fin y  al  cabo aquellos desahogos
                    estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella lo oyó con atención, pero sin
                    mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza
                    sin ningún gesto que delatara su rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el
                    canasto de mimbre de la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana
                    será otro día. Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó el
                    recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que me voy a
                    morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.

                          -Sería lo mejor -dijo-. Así estaremos los dos más tranquilos.
                          Años  antes, en la crisis de una  enfermedad peligrosa, él había hablado de la
                    posibilidad de morir, y ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la
                    atribuyó a la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra
                    siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía siempre una
                    barrera  de rabia para que no se le notara el miedo.  Y en ese  caso, el más terrible de
                    todos, que era el miedo de quedarse sin él.
                          Aquella noche, en cambio, le había deseado la muerte con todo el ímpetu de su
                    corazón, y  esa certidumbre  lo  alarmó. Después la sintió sollozar  en la  oscuridad, muy

                                                                              Gabriel García Márquez  137
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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