Page 170 - veinte mil leguas de viaje submarino
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¿Y nuestras armas? ¿Los fusiles?

                   ¿Para qué? ¿No atacan los montañeses al oso con un pu-ñal? ¿No es más seguro el acero
                  que el plomo? He aquí un buen cuchillo. Póngaselo en su cinturón y partamos.

                  Miré a mis compañeros y les vi armados como nosotros. Sólo que, además, Ned Land
                  esgrimía un enorme arpón que había depositado en la canoa antes de abandonar el
                  Nau-tilus.

                  Luego, siguiendo el ejemplo del capitán, me dejé poner la pesada esfera de cobre sobre la
                  cabeza.

                  Nuestros depósitos de aire entraron inmediatamente en actividad.

                  Un instante después, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos pie a metro
                  y medio de profundi-dad, sobre una arena compacta. El capitán Nemo nos hizo señal de
                  seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua.

                  Una vez allí, me abandonaron inmediatamente las ideas que atormentaban a mi cerebro, y
                  me hallé completamente tranquilo. La facilidad de mis movimientos aumentó mi
                  con-fianza, mientras la rareza del espectáculo cautivaba mi ima-ginación.

                  La luz solar penetraba con suficiente claridad para hace visibles los menores objetos.

                  Al cabo de unos diez minutos de marcha, nos hallábamo a una profundidad de cinco metros
                  y el fondo iba haciéndo se llano.

                  A nuestro paso, como una bandada de chochas en una la-guna, levantaban el «vuelo» unos
                  curiosos peces del género de los monópteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconocí al
                  javanés, verdadera serpiente de unos ocho decímetros de longitud, de vientre lívido, al que
                  se le confundiría fácilmen-te con el congrio de no ser por las rayas doradas de sus flan-cos.
                  En el género de los estromateos, cuyo cuerpo es ovalado y muy comprimido, vi fiatolas de
                  brillantes colores y con una aleta dorsal como una hoz, peces comestibles que una vez secos
                  y puestos en adobo sirven para la preparación de un plato excelente llamado karawade;
                  «tranquebars», pertene-cientes al género de los apsiforoides, con el cuerpo recubier-to de
                  una coraza escamosa dividida en ocho partes longitu-dinales.

                  La progresiva elevación del sol aumentaba la claridad en el agua. El suelo iba cambiando
                  poco a poco. A la arena fina su-cedía una verdadera calzada de rocas redondeadas,
                  revesti-das de un tapiz de moluscos y de zoófitos. Entre las numero-sas muestras de estas
                  dos ramas, observé placenos de valvas finas y desiguales, especie de ostráceos propios del
                  mar Rojo y del océano índico; lucinas anaranjadas de concha orbicu-lar; tarazas; algunas de
                  esas púrpuras persas que proveían al Nautilus de un tinte admirable; múrices de quince
                  centíme-tros de largo que se erguían bajo el agua como manos dis-puestas a hacer presa; las
                  turbinelas, vulgarmente llamadas dientes de perro, erizadas de espinas; língulas anatinas,
                  con-chas comestibles que alimentan los mercados del Indostán; pelagias panópiras,
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