Page 175 - veinte mil leguas de viaje submarino
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pensar cuando el capitán Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que había sa-cado
de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceilán aceptó con una mano temblorosa la
magnífica limosna del hombre de las aguas. Sus ojos desencajados indicaban que no sabían
a qué seres sobrehumanos debía a la vez la fortu-na y la vida.
A una señal del capitán, nos sumergimos nuevamente y, siguiendo el camino ya recorrido,
al cabo de media hora de marcha encontramos el ancla que fijaba al suelo la canoa del
Nautilus.
Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los
marineros.
Las primeras palabras del capitán Nemo fueron para el canadiense.
Gracias, señor Land.
Es mi desquite, capitán respondió Ned Land . Se lo de-bía.
Un asomo de sonrisa afloró a los labios del capitán. Eso fue todo.
Al Nautilus ordenó.
La embarcación se deslizaba rápidamente. Algunos mi-nutos después, vimos el cadáver del
tiburón flotando sobre el agua. Por el color negro de la extremidad de sus aletas re-conocí
al terrible melanóptero del mar de las Indias, de la es-pecie de los tiburones propiamente
dichos. Su longitud so-brepasaba los veinticinco pies; su enorme boca ocupaba el tercio de
su cuerpo. Era un adulto, como se veía por las seis hileras de dientes en forma de triángulos
isósceles sobre la mandílula superior.
Conseil le miraba con un interés científico, y estoy seguro de que lo clasificaba, no sin
razón, en la clase de los cartilagi-nosos, orden de los condropterigios de branquias fijas,
fa-milia de los selacios, género de los escualos.
Mientras miraba yo aquella masa inerte, una docena de esos voraces melanópteros apareció
de repente en torno a nuestra embarcación. Pero sin preocuparse de nosotros, se lanzaron
sobre el cadáver y se disputaron sus pedazos y has-ta sus jirones.
A las ocho y media estábamos ya de regreso a bordo del Nautilus.
Allí pude reflexionar ya con calma sobre los incidentes de nuestra excursión al banco de
Manaar. Dos conclusiones se derivaban inevitablemente de esos incidentes: la
demostra-ción por el capitán Nemo de su audacia sin igual, por una parte, y, por otra, la de
su abnegación por un ser humano, por uno de los representantes de la especie de la que él
huía bajo los mares. Dijera lo que dijese, ese hombre extraño no había conseguido matar en
él sus sentimientos, su humani-dad.