Page 178 - veinte mil leguas de viaje submarino
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El 5 de febrero entrábamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en ese
                  cuello de botella que es el estre-cho de Bab el Mandeb por el que pasan las aguas del Indico
                  al mar Rojo.

                  El 6 de febrero, el Nautilus se hallaba a la vista de Aden, situada en lo alto de un
                  promontorio que un estrecho ist-mo une al continente. Aden es una especie de Gibraltar
                  inaccesible, con sus fortificaciones que han restaurado los ingleses tras su conquista en
                  1839. Pude entrever los alminares octogonales de esta ciudad que fue antiguamente, según
                  el historiador Edrisi, el centro comercial más rico de la costa.

                  Llegados a tal punto, yo creí que el capitán Nemo iba a re-troceder, pero me equivocaba y,
                  con gran sorpresa por mi parte, no lo hizo.

                  Al día siguiente, 7 de febrero, embocábamos el estrecho de Bab el Mandeb, nombre que en
                  lengua árabe significa ‘la puerta de las lágrimas’. De veinte millas de anchura, su lon-gitud
                  no excede de cincuenta y dos kilómetros. Para el Nau-tilus, lanzado a toda velocidad, su
                  travesía fue apenas asunto de una hora. Pero no pude ver nada, ni tan siquiera la isla de
                  Perim, fortificada por el gobierno británico para mejor pro-teger Aden. Eran demasiados los
                  vapores ingleses o france-ses, de las líneas de Suez a Bombay, a Calcuta, a Melburne, a
                  Bourbon y a Mauricio, que surcaban aquel estrecho paso, para que el Nautilus tratara de
                  mostrarse. Ello hizo que se mantuviera prudentemente entre dos aguas. A mediodía
                  es-tábamos ya surcando las aguas del mar Rojo.

                  El mar Rojo, lago célebre de tradiciones bíblicas, no re-frescado apenas por las lluvias ni
                  regado por ningún río im-portante, está sometido a una excesiva evaporación que le hace
                  perder anualmente una masa líquida de metro y medio de altura. Singular golfo este, que,
                  cerrado, en las condicio-nes de un lago, quedaría tal vez enteramente desecado. Tiene
                  menos recursos a este respecto que sus vecinos, el Caspio y el mar Muerto, cuyos niveles
                  han descendido solamente has-ta el punto en que su evaporación ha igualado el caudal de
                  las aguas que reciben.

                  El mar Rojo tiene una longitud de dos mil seiscientos ki-lómetros y una anchura media de
                  doscientos cuarenta. En tiempos de los Ptolomeos y de los emperadores romanos fue la
                  gran arteria comercial del mundo. La horadación del ist-mo habrá de restituirle su antigua
                  importancia, ya recupera-da en parte por el ferrocarril de Suez.

                  Ni tan siquiera traté yo de comprender la razón del capri-cho que había inducido al capitán
                  Nemo a meternos en ese golfo, pero aprobé sin reservas que lo hiciera. El Nautilus se
                  desplazaba con una velocidad media, ya manteniéndose en la superficie ya sumergiéndose
                  para evitar a los navíos, y así pude yo observar el interior y el exterior de ese mar tan
                  cu-rioso.

                  El 8 de febrero, en la madrugada, avistamos Moka, ciudad ahora en ruinas con unas
                  murallas que se desmoronan al solo ruido de un cañonazo y que apenas si dan protección a
                  unas verdes palmeras. Ciudad importante en otro tiempo, con seis mercados públicos,
                  veintisiete mezquitas y unas mura-llas, entonces defendidas por catorce fuertes, que
                  formaban un cinturón de tres kilómetros.
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