Page 172 - veinte mil leguas de viaje submarino
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¿Por qué razón nuestro incomprensible guía nos llevaba al fondo de aquella cripta
submarina? Pronto iba a saberlo.
Tras descender una pendiente bastante pronunciada lle-gamos al fondo de una especie de
pozo circular. Allí se detu-vo el capitán Nemo y nos hizo una indicación con la mano. Lo
indicado era una ostra de una dimensión extraordinaria, una tridacna gigantesca, una pila
que habría podido conte-ner un lago de agua bendita, un pilón de más de dos metros de
anchura y, consecuentemente, más grande que la que adornaba el salón del Nautilus.
Me acerqué a aquel molusco fenomenal. Estaba adherido por su biso a una gran piedra
granítica, y se desarrollaba ais-ladamente allí en las aguas tranquilas de la gruta. Estimé el
peso de esa tridacna en no menos de trescientos kilos. Una ostra semejante debe contener
unos quince kilos de carne y haría falta el estómago de un Gargantúa para comerse unas
cuantas docenas.
El capitán Nemo conocía evidentemente la existencia de la ostra. No era la primera vez que
la visitaba. Yo pensé que al conducirnos a ese lugar quería mostrarnos simplemente una
curiosidad natural. Me equivocaba. El capitán Nemo te-nía un interés particular por
comprobar el estado actual de la tridacna.
Las dos valvas del molusco estaban entreabiertas. El capi-tán se aproximó e introdujo su
puñal entre las conchas para impedir que se cerraran; luego, con la mano, levantó la túni-ca
membranosa con franjas en los bordes que formaban el manto del animal. Entre los
pliegues foliáceos vi una perla li-bre del tamaño de un coco. Su forma globular, su perfecta
limpidez, su admirable oriente hacían de ella una joya de un precio inestimable. Llevado de
la curiosidad, extendí la mano para cogerla, para sopesarla, para palparla. Pero el ca-pitán
Nemo me contuvo con un gesto negativo, y retirando su cuchillo con un rápido gesto dejó
que las valvas se cerra-ran súbitamente.
Comprendí entonces que el designio del capitán Nemo al dejar la perla era la de permitirle
aumentar su tamaño. Cada año, la secreción del molusco añadía nuevas capas
concén-tricas. Sólo el capitán Nemo conocía la gruta en la que «ma-duraba» ese admirable
fruto de la naturaleza. El capitán Nemo la criaba, por así decirlo, a fin de trasladarla un día
a su precioso museo. Tal vez, incluso, siguiendo el ejemplo de los chinos y de los indios,
había determinado él la produc-ción de esa perla introduciendo bajo los pliegues del
molus-co algún trozo de vidrio o de metal recubierto poco a poco por la materia nacarada.
En todo caso, la comparación de esa perla con las que yo conocía, y con las que brillaban
en la colección del capitán, me daba un valor no inferior a diez millones de francos.
Soberbia curiosidad natural y no joya de lujo, pues no había orejas femeninas que pudieran
con ella.
La visita a la opulenta ostra había terminado. El capitán Nemo salió de la gruta y tras él
ascendimos al banco de ma-dreperlas, en medio de la claridad del agua no turbada aún por
el trabajo de los buceadores.