Page 20 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Sí, lo comprendo  respondió Ned, que se mostraba más atento . Porque el agua me
                  rodea y no me penetra.

                  -Exactamente, Ned. Así, pues, a treinta y dos pies por de-bajo de la superficie del mar
                  sufriría usted una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos; a
                  tres-cientos veinte pies, diez veces esa presión, o sea, ciento se-tenta y cinco mil seiscientos
                  ochenta kilogramos; a tres mil doscientos pies, cien veces esa presión, es decir, un millón
                  setecientos cincuenta y seis mil ochocientos kilogramos; y a treinta y dos mil pies, mil
                  veces esa presión, o sea diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En
                  una palabra, que se quedaría usted planchado como si le sacaran de una apisonadora.

                  -¡Diantre!  exclamó Ned.

                   Pues bien, mi buen Ned, si hay vertebrados de varios cen-tenares de metros de longitud y
                  de un volumen proporcional que se mantienen a semejantes profundidades, con una
                  su-perficie de millones de centímetros cuadrados, calcule la presión que resisten en miles
                  de millones de kilogramos. Calcule usted cuál debe ser la resistencia de su armazón ósea y
                  la potencia de su organismo para resistir a tales presiones.

                   Deben estar fabricados  respondió Ned Land  con planchas de hierro de ocho pulgadas,
                  como las fragatas aco-razadas.

                   Como usted dice, Ned. Piense ahora en los desastres que puede producir una masa
                  semejante lanzada con la veloci-dad de un expreso contra el casco de un buque.

                   Sí ... , en efecto .... tal vez  respondió el canadiense, turba-do por esas cifras, pero sin
                  querer rendirse.

                   Pues bien, ¿le he convencido?

                   Me ha convencido de una cosa, señor naturalista, y es de que si tales animales existen en
                  el fondo de los mares deben necesariamente ser tan fuertes como dice usted.

                   Pero si no existen, testarudo arponero, ¿cómo se explica usted el accidente que le ocurrió
                  al Scotia?

                   Pues ... porque...  dijo Ned, titubeando.

                   ¡Continúe!

                   Pues, ¡porque... eso no es verdad!  respondió el cana-diense, repitiendo, sin saberlo, una
                  célebre respuesta de Arago.

                  Pero esta respuesta probaba la obstinación del arponero y sólo eso. Aquel día no le acosé
                  más. El accidente del Scotia no era negable. El agujero existía, y había habido que
                  col-marlo. No creo yo que la existencia de un agujero pueda ha-llar demostración más
                  categórica. Ahora bien, ese agujero no se había hecho solo, y puesto que no había sido
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